Sabrina Gullino Valenzuela Negro es la nieta recuperada 96, hija de los militantes montoneros Raquel Negro y Tucho Valenzuela. En 2008 se enteró que había sido abandonada por una patota militar en un convento de Rosario. Su gran anhelo es hallar a su hermano mellizo.
Está parada en la calle de tierra detrás de la capilla. Lleva puesta una falda de triángulos que caen en degradé, un saquito negro y un pañuelo lila atado al cuello. Da la bienvenida, alza a su beba de nueve meses –cuyos ojos destellan un azul cielo– , y prepara el agua para el mate. Se apoya en un borde de la cocina que tiene una ventana pintada de verde y el lugar se llena de la luz del mediodía. Sabrina Gullino Valenzuela Negro, 36 años, parece una mujer tan dura como tierna. Construyó su identidad, su familia, su casa y busca encontrar la mitad que la completaría: su hermano mellizo que fue arrebatado por la dictadura. Ella vive en su hogar de Victoria, Entre Ríos, rodeada de un ombú, un banano, otros frutales, una huerta, una pequeña perra negra que tiene la manía de subirse a un bote entre pescados y restos de patos que mordisquea por ahí, tres gallinas blancas de su vecino domador de caballos que andan por los fondos, y un pasado que la envuelve como el viento del río Paraná, agitando las nubes, en crecida, como su espíritu indomable.
–¿Cómo imaginas al mellizo?
–No me lo imagino, prefiero sorprenderme, que sea una sorpresa, no sé. La realidad supera a la ficción. Yo a veces pienso que él está cerca, acá en Entre Ríos, también pienso que no se anima. Que le debe costar hacerse el ADN. Así que saquen buenas fotos (se ríe) para que me encuentre al fin. Pero que no sea dentro de 30 años cuando sea más vieja. Me gustaría que suceda pronto para poder disfrutarlo. Por eso nunca quise irme muy lejos. Con Javier, mi compañero, tuvimos oportunidad de mudarnos al exterior, a una isla paradisíaca de Centroamérica, pero no. Elegimos quedarnos cerquita. Espero que esta nota sirva para que mi hermano aparezca.
–Y romper el pacto de silencio…
–Claro. Hubo una enorme complicidad civil con la dictadura. Hablo de instituciones, empresas, médicos, religiosos. Eso lo estamos viendo recién en estos años en Entre Ríos. Yo les digo a mis compañeros de HIJOS Paraná y al equipo jurídico de Abuelas que es algo revolucionario y que no nos damos cuenta. Porque estamos acercándonos al objetivo de hallar a los pibes arrebatados por la dictadura bajo un engranaje burocrático que incluye a las instituciones médicas y también a una parte del Poder Judicial. No es nada fácil romper con esos acuerdos que llevan décadas. En nuestro caso, fueron las enfermeras que trabajaron en esos años en el Hospital Militar de Paraná y el Instituto Privado de Pediatría (IPP), las que quebraron el silencio de los médicos contando que vieron y atendieron a dos bebés durante más de 20 días hasta el 27 de marzo de 1978. Éramos mi hermano y yo. Mi madre nos había dado a luz en cautiverio en el Hospital Militar de Paraná y estuvimos internados en esa clínica privada de Paraná, antes de que a mí me dejaran los militares en un convento de Rosario y a mi hermano lo apropiaran. Los dueños de la IPP tienen que saber quiénes se quedaron con él. Porque es mentira que El Melli murió. Tiene que estar vivo porque le dieron el alta médica al mismo tiempo que a mí. Alguien pagó para quedarse con mi hermano. Mi familia del lado de Tucho, los Valenzuela de San Juan sospechan que podría haber sido dado en guarda a una familia de militares por esa cosa machista, muy castrense, ya que era el hijo varón, el portador del apellido de mi padre. Conmigo no se hicieron problema, me abandonaron en un convento. Por todo ese entramado fue procesado Miguel Torrealday, uno de los socios del IPP. Aunque insiste en la mecánica del olvido y la negación. Para algunos es incómodo, porque tienen secretos que ocultar que no quieren que salgan a la luz.
Agua alta
Sabrina es hija de dos militantes emblemáticos de la guerrilla peronista, Montoneros: Raquel Negro y Edgardo Tulio «Tucho» Valenzuela. Ella está desaparecida desde poco después del parto de los mellizos en marzo de 1978 y él murió en Paso de los Libres en julio de 1978, después de que revelara en México el 18 de enero de ese año, el plan de la dictadura que buscaba aniquilar a la cúpula guerrillera con un comando mixto de militares y militantes «quebrados». Pero Tucho no era ningún quebrado y le hizo creer al dictador Leopoldo Fortunato Galtieri que era capaz de infiltrar la conducción y matar al líder de la organización, Mario Eduardo Firmenich. En un juico revolucionario que se realizado en febrero en Cuba, Tucho fue degradado cuatro cargos por la organización -evaluaron que de alguna forma ayudó al enemigo, cuando en verdad salvó la vida de Firmenich y de Roberto Cirilo Perdía, al tiempo que selló su final– al regresar al país poco después. La patota de Galtieri lo había secuestrado junto a Raquel en Mar del Plata en enero 1978 para usarlos como botín contra «el marxismo subversivo», que según los represores, planeaban atentar contra el Mundial 78. Sucedió que la pareja Valenzuela Negro sacrificó su vida con el fin de no traicionarse a sí misma. Un compromiso que culminó con la demencial contraofensiva montonera y con Tucho en las fauces de la muerte, entre el cianuro y los tiros, cinco meses después de denunciar el complot de Galtieri para aniquilar a Firmenich en México.
La trepidante vida de Tucho y su compañera –una auténtica tragedia argentina- fue narrada magistralmente en la novela del ex canciller, Rafael Bielsa, publicada en 2014, que se llevó al cine a mediados de este año (ver recuadro aparte). Bielsa intenta con éxito contar el sentido profundo de esa lucha quijotesca que incluyó algunos héroes y no pocos necios que todavía corren con la fusta.
Además, la trama de Valenzuela ocupó decenas de páginas en los libros revisionistas de mediados de los ’90, Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso, y los tres tomos de La Voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, entre otros, que buscaron un significado posible en el difuso sendero que va entre la valentía, el compromiso ciego, la pérdida de la razón y, por qué no, la redención.
Pero Sabrina tiene el alma templada de esos fuegos. Si bien acuerda que hay que hacer «una crítica profunda de aquellos años», cree que mejor es mantener la cátedra en la Facultad de Periodismo de Rosario donde es docente y habla de esa etapa de la historia. «Mis padres no sólo protagonizaron una historia de amor, fueron dos enormes militantes. Siempre se habla de Tucho, pero mi mamá Raquel fundó el Movimiento Villero y militó en los barrios más pobres de Santa Fe. Mi mamá era una grosa», remarca.
En una conmovedora cinta que Raquel grabó en plena clandestinidad, en 1977, legó este mensaje: «Por ahí parece que uno no va a seguir viviendo, que no se puede, que el dolor es muy grande, que a uno lo ahoga, pero hay fuerza siempre, hay fuerza y objetivos por los que queremos vivir y personas por las cuales siempre somos necesarios. Yo quiero que sepan que aún dentro de esta situación, yo soy feliz. Y quiero decírselo a ustedes, yo creo que no hay nada en el mundo tan hermoso como tener un hijo y criarlo, educarlo, tratar de hacerlo feliz, aún dentro de las condiciones que no siempre son las mejores.»
Con ese piso de porvenir, Sabrina recuerda a su abuela «Porota» Gullino que tocaba el piano y estuvo en su último cumpleaños cantando alrededor del fuego. Esa noche estuvieron los Gullino, los Negro y los Valenzuela colmando su casa. Porota, que falleció en junio, era hincha fanática de Newell’s Old Boys de Rosario y vivía en un barrio con mayoría de simpatizantes de Central. Atendía el kiosco con su pelo blanco y una mirada transparente que explica esta frase de su nieta: «Debe haber sido la persona que más me quiso en esta vida, la nona, mi nona, tendría que haber vivido 100 años, era adorable.»
Quizás el secreto de todo es el amor. Sabrina conserva al menos seis sillas para tres personas, una sala de estar donde pueden caber 20 invitados a la mesa y un parque que se pierde en el horizonte de 300 kilómetros de río. Lo que hace feliz a Sabrina es mantenerse lo más lejos posible del exceso de histrionismo, la angurria y la truhanería. El sonido de sus frases rebota contra cada ladrillo de su casa «Amarilla» que lleva ese nombre en homenaje a su madre, militante de base y peronista, cuyo nombre de guerra era María Amarilla. Raquel pervive en Sabrina y en su sonrisa. Ella se sienta en la sombra con el cabello estirado en un rodete. Abraza un cuadro con el retrato de su mamá y lo sujeta contra el pecho. Posa para la cámara y mide la efusión de sus sentimientos. Después se suelta el pelo. Hace chistes con los pies estirados en la tierra de su casa. Sus botitas negras hacen un surco entre en el pasto, a unos metros de la huerta. No busca caer simpática. Entonces, debajo de esa marea de construcción de lazos, que incluyen a los Gullino, sus padres adoptivos, los Valenzuela y los Negro, Sabrina armó el rompecabezas genealógico que enhebra el pasado. Una parte de sí está inmersa en la entrevista y otra escucha atenta al llanto de su beba en la tarde fluctuante. Intenta explicar su existencia en esta porción de tiempo comprimido. La brisa suena a estéreo de cisnes.
«En noviembre de 2008 me llegó una citación a la casa de mis papás en Ramallo. Era la hora de la siesta cuando tocó un timbre un cabo. Lo atendí yo. Me acuerdo que le pregunté qué era esa citación de la justicia federal y me respondió que era o por tráfico de drogas o por robo de bebés –relata Sabrina-. Entonces, me preocupé mucho. Me angustié por la situación. Porque me había preguntado si era hija de desaparecidos, aunque mis viejos me habían adoptado legalmente. Mi papá me respondió que me quedara tranquila que seguro la causa se trataba de un choque que tuvo con mi mamá en la ruta. Yo lo senté y le dije: no papi, esto es muy serio, ustedes pueden ir presos si cometieron un delito conmigo. Pero ellos me adoptaron cumpliendo todos los pasos legales y después de realizar un tratamiento médico de cinco años. Hasta me mostraron el trámite de adopción. Así que al poco tiempo estábamos con mis viejos ante el juez y lo veía tan frágil a mi papá, tan buen tipo, tan inocente en el medio de ese problemón, luchando contra el aparato del Terrorismo de Estado. Declarando contra una multiplicidad de intereses: no teníamos la menor idea ante qué cosa monstruosa nos enfrentábamos.»
-¿Tuviste miedo?
-Sí, dos veces, en Ramallo y en Rosario. Una vez me agarró viviendo sola en Rosario. Lo llamé a mi papá y tuvimos una conversación re larga. Le expliqué que temía que me hicieran algo, lo que sea, cualquier cosa, asustarme por la calle por ejemplo, porque yo era la prueba viviente de todas las atrocidades que llevaron a cabo los militares y sus cómplices civiles. Pero también le dije que no podía dejar de dar testimonio. Mi papá me aconsejó: «Hija ya tenés la respuesta, entonces no hay nada que temer.»
«Hijos de guerrilleros»
En estos días, el IPP de Paraná fue noticia otra vez. Uno de sus fundadores, Miguel Alberto Torrealday, resultó procesado por la Cámara de Apelaciones por suprimir la identidad de los mellizos Valenzuela Negro. Torrealday fue mencionado por empleados y enfermeras en un juicio que investigó delitos de lesa humanidad en 2011 por el funcionamiento de una maternidad clandestina en el Hospital Militar de Paraná. La causa en la que está procesado es un desprendimiento de aquella. Los mellizos ingresaron al instituto privado en marzo de 1978, pero Torrealday dijo no recordar nada porque el IPP era una institución de puertas abiertas y cada médico podía internar a sus pacientes sin que él y sus socios lo supieran. El 27 de marzo de 1978, los mellizos fueron dados de alta del IPP y entregados a personas que no eran sus padres.
El testimonio clave fue el de la enfermera Natalia Krunn, que trabajó en el Hospital Militar durante 25 años. «Cuando nació el varoncito se lo pusieron a la madre, lo abrazó, lo tocó; pero después se lo sacaron porque dijeron que no estaba muy bien y la nena se quedó con la madre.» La mujer contó, con lujo de detalles, el paso de Raquel por el Hospital Militar. «Estuvo por lo menos 15 días internada en la sala de guardia» entre febrero y marzo de 1978, hasta que se produjo el alumbramiento de los mellizos que, según dijo, fue por parto natural. Y al día siguiente ya no estaban más en el hospital, ni la madre ni los mellizos.
«Raquel Negro llegó y la pusieron en una sala de guardia médica; me contó que venía de la zona de Funes (NdeR: el centro clandestino de detención conocido como La Quinta de Funes) y que tenía un nenito que estaba con los abuelos y que venían dos más y no sabía qué iba a hacer con ellos.» Le preguntaron cómo supo el nombre de la mujer y dio una respuesta rotunda: “Ella me lo dijo.» Inclusive, manifestó que creía que a su esposo, Tucho Valenzuela, «lo habían matado», y la desesperaba que su madre debiera hacerse cargo de criar a sus tres hijos.
Más tarde, otra enfermera, esta vez del IPP, reveló que cuidó a Sabrina en sus brazos y habló de la presencia de un recién nacido que había llegado del Hospital Militar y aseguró que el bebé estaba «aislado» en la sala de neonatología «en una incubadora de emergencia que se utilizaba para chicos en riesgo», y que en la tarjeta de identificación decía NN. Dato que corrobora los dichos de las enfermeras del Hospital Militar. Según afirmó, «el que le daba atención era el doctor Torrealday» y cuando ella le preguntó por qué el bebé no tenía nombre, el médico le dio una respuesta confusa como para conformarla.
Según el testimonio que dieron las enfermeras durante el juicio oral, las esposas de los médicos se acercaban a las cunas donde estaban los mellizos y les sacaban fotografías como si se tratara de un evento turístico. «Son hijos de guerrilleros –comentaban por lo bajo- por eso están en este sector de la clínica.» Ninguna de esas mujeres, las mujeres de los médicos dueños de la clínica pediátrica, dio cariño a los mellizos. Sólo las enfermeras los alzaban y los cuidaban en esos días de terror. Sabrina estuvo 23 días en el IPP anotada con el falso nombre de Soledad López y a su hermano lo mantuvieron 17 días inscripto como N.N.
En la imputación a Torrealday, se consideró que el médico no dio aviso de la situación a la Justicia de Menores, sino que con su conducta concretó, «un aporte importante para que el plan de sustracción de los mellizos y la sustitución de sus identidades se ejecutara con éxito».
Tal como se contó antes, los padres de Sabrina, Raquel y Tucho fueron secuestrados el 2 de enero de 1978 en Mar del Plata y trasladados a la Quinta de Funes. Con ellos estaba Sebastián, el hijo de Raquel, que tenía un año y ocho meses. Ella ya estaba embarazada de los mellizos. Cuando se aproximaba la fecha de parto, Raquel fue internada en el Hospital Militar de Paraná, como sobrina del dictador Galtieri. Habría dado a luz el 3 o el 4 de marzo y el parto fue atendido por médicos que no pertenecían al sanatorio. Luego de que naciera el varón, la madre lo arropó por unos instantes hasta que unos hombres se lo llevaron; después nació Sabrina. Enseguida los mellizos fueron internados como NN en la sala de terapia intensiva, porque supuestamente presentaban problemas respiratorios y cardíacos, y luego fueron derivados al IPP. Por el tratamiento médico, según consta en los libros de la clínica, se pagó un costoso servicio.
Esa misma noche, Sabrina fue dejada en el Hogar del Huérfano, un convento ubicado en las afueras de Rosario, y luego dada en adopción legal a la familia Gullino, de la ciudad de Ramallo. Dos integrantes del grupo de tareas rosarino que había secuestrado a la pareja en Mar del Plata, Walter Pagano y Juan Daniel Amelong, se encargaron del traslado. Dejaron a Sabrina en la puerta del convento. Usaron un palillo de dientes para dejar activo el timbre y así asegurarse de que las monjas la recibirían. La madre superiora, ya fallecida, vio a los dos hombres corriendo por la calle cuando abrió la puerta y se topó con Sabrina recién nacida.
Durante el juicio sobre los hechos ocurridos en el Hospital Militar, los represores sostuvieron la versión de que el varón había muerto e inclusive así lo manifestaron también los médicos que los atendieron. Pero durante el juicio contra los integrantes de la patota del Destacamento de Inteligencia de Rosario, las enfermeras dieron un vuelco a los argumentos de la defensa y robustecieron la hipótesis de que ambos estaban bien de salud. Así surgió también que los servicios de atención e internación de los mellizos en la clínica privada fueron abonados por los mismos militares. Por esa razón Sabrina denuncia un pacto de silencio entre ex altos oficiales del Ejército que estuvieron vinculados con la represión ilegal y los médicos dueños del IPP. Todo formaba parte de un complejo mecanismo de secretos que a través de los años logró superar, por ahora, la investigación incesante de los Organismos de Derechos Humanos, una parte de la Justicia y el impulso del Estado Nacional desde 2003.
Poco tiempo antes de que fuera procesado, Sabrina y su hermano Sebastián mantuvieron un encuentro escalofriante con el médico Torrealday en Paraná. «Como él me había dicho que contara con su ayuda, lo llamé y fuimos con El Sebas a verlo. Nos encontramos con que nos recibió junto a los otros médicos dueños del IPP, Jorge Eduardo Rossi y David Vainstub. Mi hermano grabó toda la conversación. Torrealday me decía que ellos no sabían dónde estaba El Melli, y en un momento me dijo que mi hermano me estaba esperando a mí, por el tiempo que los dos estuvimos internados juntos. Nosotros ingresamos con seis días de diferencia pero fuimos dados de alta el mismo día. En eso, me preguntó si me gustaría ver la incubadora donde estuve yo cuando era una beba. Así fue toda la conversación, confusa, con una demanda de nuestra parte para conocer la verdad sobre el destino de El Melli y las evasivas permanentes por parte de ellos. Ahora lo más indignante es que después de que la Cámara los procesó, pretenden excusarse y planean una defensa en conjunto con el resto de la corporación médica.»
–¿La esperanza también se construye, Sabrina?
-Todo se construye, como el amor.
-¿Qué vas a hacer si lográs encontrar a tu hermano?
-Vamos a comer todos juntos un buen asado. «
La película
La novela Tucho se transformó en una película que dirigió Leonardo Bechini.
El rol protagónico estuvo a cargo de Luciano Cáceres.
Completan el staff la actriz Ximena Fassi, Ludovico Di Santo, Alejandro Awada y Patricio Contreras, entre otros.
Un viaje al precipicio
Rafael Bielsa capturó su propio universo en 214 páginas conmovedoras. Su último libro, Tucho, la Operación México o lo irrevocable de la pasión, impreso en 2014, busca y logra narrar la tragedia de un personaje que podría ser la multiplicación de cientos de argentinos. Todos esos jóvenes militantes revolucionarios que dieron hasta el último suspiro. Y Tucho Valenzuela lo dio. No estaba hecho para eludir la muerte. Se aparece caminando las 50 cuadras que separan el hotel donde paró con los represores del Ejército de Videla en el DF hasta el lugar donde estaba reunida la conducción de Montoneros, con Firmenich y Perdía a la cabeza. El paisaje que pinta Bielsa busca reflejar la fórmula del pensamiento de Tucho. Y escribe desde su propia osamenta, dando forma a lo inasible. Él mismo estuvo detenido desaparecido en las afueras de Rosario y sufrió la tortura. Después, con el paso de los años, los viejos conocidos se fueron transformando en una estela de circunstancias e infortunios que traspasan la historia como una espada fatal.
Bielsa cuenta que Tucho se reúne con Galtieri, lo convence de que es capaz de atentar contra sus superiores de Montoneros. Tucho como uno de los seis altos oficiales de la organización, jefe natural de la Regional Rosario, un tipo recio y amoroso con su mujer, Raquel, la misma que le suelta antes de emprender su destino: «Vos conmigo tenés un problema Tucho, si vas y hacés lo que nos juramentamos que harías me van a matar, pero, si no lo hacés, me perdés para siempre, porque te dejo, te lo juro, nunca más en tu vida me volvés a ver.»
El soliloquio de Tucho toma al lector de la solapa. Uno se queda con la íntima convicción de que aquello fue un gran naufragio a la vera de un precipicio.
Fuente: Tiempo Argentino