A mediados de 2012 Natalia García, docente de la UNR y becaria del Conicet, realizaba tareas de investigación en el Archivo Provincial de la Memoria (APM), cuando se topó con una serie de cajas rotuladas como «MEyC» (Ministerio de Educación y Cultura). Cuando preguntó por su contenido le respondieron: «Ah, ahí están las botoneadas». En rigor, cartas, notas e informes producidos y archivados por la ex Dirección General de Informaciones (DGI) sobre personas comunes que pedían a los militares que investiguen a ciudadanos o colectivos vinculados a la educación y la cultura.
La rigurosa tarea investigativa de Natalia García sobre estos documentos derivó en el libro La educación clandestina. Espiar, colaborar y depurar (Santa Fe, 1966-1983), de Prohistoria Ediciones y que se presenta el jueves 20, a las 19, en el Museo de la Memoria (Córdoba 2019). En esas cajas de la ex DGI queda en evidencia que las tareas de espionaje no sólo tenían como fuente lo que salía en los medios de comunicación y otros organismos de inteligencia, sino también el aporte «patriótico» de vecinos, que referían hasta «lo que se decía» de tal persona. No había información inútil. «Todo dato —dice Natalia García en el texto— resultó útil y operativo a la hora de «fichar» a una persona; una referencia «sólida» o un rumor de pasillo eran igualmente aptos para iniciar un parte clandestino».
—De entrada es simbólicamente potente que te presenten esas cajas de inteligencia como de «botoneadas»
—Yo ya iba por el segundo o tercer año de explorar el Archivo Provincial de la Memoria, traída por la investigación anterior de la Vigil (Natalia García es autora de «El caso Vigil», sobre la intervención a la biblioteca de la zona sur de Rosario). Y al preguntar por un sector de cajas en particular la respuesta fue esa, tan coloquial: «Esas son las botoneadas». Enseguida pregunté de qué se trataba y eran (al menos así estaban identificados) pedidos de personas comunes denunciando a personas comunes. Un poco la lógica que tuvo esa Dirección General de Informaciones (DGI), que es nuestra Side santafesina, fue la archivar en una caja del Ministerio de Educación y Cultura todo sobre maestros, directores o estudiantes. Ahí cartas manuscritas, mecanografiadas, anónimas. Y afirmando con nombre y apellido quiénes eran y sugiriendo o exigiendo —dependiendo del caso— que se iniciara una investigación sobre una persona o grupo.
—En el libro pedís no perder de vista el efecto concreto de estas «delaciones patrióticas».
—Eso tiene que ver con una pregunta más bien disciplinar. Me pregunté cómo posicionarme frente a tamaño tesoro en términos estrictamente historiográficos, pero con los terribles efectos que tuvo. Ese es el efecto simbólico de los genocidios. Porque acá no importó si lo que se decía era falso o real lo que se decía y describía sobre esas personas. Lo que importaba era que detrás de eso venía al menos una prescindibilidad docente. Un poco lo emparentaba cuando escribía eso es que así tampoco importó la autopercepción de las víctimas. Cuando desde el 83 para acá se escucha en los juicios que alguien dice: «Yo no estaba en nada, era un simple bibliotecario», eso queda de lado. Porque el que define al enemigo y pone los blancos y perfiles es el Terrorismo de Estado. Por eso lo que seguí fue el efecto que tuvo la DGI en particular y los servicios de inteligencia en general en la región sobre un colectivo determinado. Pero también la cotidianidad de las escuelas, cuánto sabían y cuán profundo llegó la dictadura en ese sentido.
—En base a rumores o denuncias hasta endebles, el «enemigo interno» dentro de una escuela podía ser cualquiera.
—Exacto, de hecho hay todo un capítulo que se le dedico, por fuera de lo estrictamente ideológico, a algunos contubernios pueriles dentro de escuela entre docentes que se escriben notitas. Hay una disputa por una cuestión absolutamente doméstica y eso termina siendo un material que queda en la DGI, porque aparecen ahí palabras clave que prenden las alarmas. Una de esas maestras escribe en son de broma: «Hay que colgarlas de una plaza, torturarlas». Pero esas palabras son detectores que hacen que esa situación sea investigada, viene por vía de la supervisión, y las docentes terminan siendo investigadas. Y a mano alzada el ministro de Educación y Cultura, por entonces Orlando Pérez Cobo, termina pidiendo «vigilar a esta persona inmoral» porque usó palabras indecorosas en una escuela. Entonces, por una situación tan superflua y banal, la persona era fichada y perseguida igual.
—En algunos textos hay frases manuscritas con palabras con fuerte carga simbólica, como «ejecutar el trabajo»
—Es que no sé si es más importante todo lo que está escrito en los márgenes del documento que en el propio texto. Todo lo que está a mano alzada, por lo menos en el período en el que está Pérez Cobo funciona así, que dictaminaba de esa manera, incluso no guardando las formas siquiera con el propio gobernador del facto, al que le dice «considero el tema agotado», sobre el escrito, por un caso de un docente que había reclamado y, como tenía amigos en el poder, pedían que tuviera alguna consideración.
—Sos cuidadosa en el libro en no exponer nombres propios. Por protocolo del Archivo y porque quizás haya gente que nuca supo que le seguían sus pasos.
—Sí, documentos que dicen «se la ve sola llegando a su casa, entra por tal puerta, no tiene amigos en el barrio». Leer esas cosas realmente son muy fuertes. El cuidado estuvo ahí y hay uno mayúsculo que me atravesó toda la investigación, que fue que yo no sabía si el texto que tenía entre manos se trataba de una persona que había tenido un mero problema de trabajo, o estaba frente a un caso de desaparición forzada. El hecho de recibir datos desde el origen tachados uno no puede googlear y ver qué pasó con la historia de tal persona. En algunos casos se pueden deducir porque era gente conocida, pero otros son ignotos docentes. Igual no era posible por cuestión protocolar, pero también hubo desprolijidades en el Archivo. Desde su nacimiento, pasó por todo, desde el intento desde ser silenciado o quemado a ser recuperado. Y cuando se había avanzado mucho en estos protocolos y se iba a digitalizar en la práctica no fue tan así. Costaba mucho tener reproducciones, venían nombres de militares tachados, lo que no tiene sentido, porque eran funcionarios de un Estado terrorista. O localidades tachadas. Cuestiones que impedían hasta entender el documento que tenías adelante.
—¿Qué historia te impactó más?
—Algunas son paradigmáticas según el tema. En el colaboracionismo, el caso del docente del norte santafesino que quería impartir cursos sobre el documento de Puebla (1979) de la Celam (Conferencia General del Episcopado Latinoamericano). Ver en un documento que el agente de inteligencia diga hay que hablar con determinadas personas (un juez, un arquitecto «decidido partidario del gobierno de las FFAA» y un policía) para recabar información. Porque como el docente que están investigando no era conocido para los servicios apelaron a la inteligencia civil. Y después hay expresiones, tan rigurosas y contundentes como el padre que le exige al gobernador que procedan sobre un caso de abuso infantil, y en medio de la problemática dice «después de todo lo que hemos hecho para eliminar gente». Esas expresiones sacuden y traen al presente cómo se activan ciertas matrices autoritarias que tenemos las sociedades. En gran parte de las personas que aparecen como dadores de datos no puedo adivinar si eran conscientes o no de lo que estaba sucediendo, pero sí funciona esta cosa de la condición humana de la otredad, sí caló fuerte el discurso de la subversión, del cáncer a extirpar. Y cuando digo «delación patriótica» es porque hay gente que en serio pensaba eso. Bajo los totalitarismos se despiertan las peores miserias. Y había matices. No solo es una historia de colaboración o resistencia, sino que en el medio hay un gris que es interesante analizar. Porque hay gente que aprovechó para desplazar a su colega del cargo o rendir cuentas personales. Pero otros creían que ese era el enemigo que no tenía que estar acá. Y con esto yo le hago un bien a la patria. El viejo asunto del rumor es arcaico y universal. Los de la DGI supieron trabajar eso. Y esta investigación nos viene a decir que el espionaje, la persecución y el acecho no fue polar. Que no solamente estaba víctima y victimario. En el medio había cadenas intermedias y gente que prestó datos para que eso se activara. Eso plantea hasta dónde puede llegar un rumor, porque pudo terminar con el trabajo o hasta con la vida de un docente.
—¿Cómo dialoga eso con la reinstalación de la teoría de los dos demonios?
—Esa idea de la sociedad atrapada o inocente por demonios que no nacen acá es falso desde todo punto de vista. Y hay que empezar a discutir otras cuestiones que orbitan, como la cultura del miedo. No todo se explica desde allí, es una idea a revisar a 40 años de lo sucedido. Es una idea que tiene que ver con por qué no hice tal cosa. Y hay gente que decididamente creía que esto debía hacerse de este modo, y que «hubo excesos pero eran necesarios». Eso era fuerte entonces y creo que tiene continuidad en el presente. Cuando aparece el «pero» se prende un alerta social y cultural. Me pasó que escribía sobre el Archivo y aparecía la noticia del intento de quema del Archivo General de la Nación. O estaba escribiendo sobre los docentes y aparece la persecución sobre los docentes de hoy. Un montón de veces tuve la sensación que hablaba de algo que no estaba ni tan lejos ni tan superado.
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