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Carlitos Balá, elogio del absurdo

En casa no querían que viera a Carlitos Balá. El triángulo de productos infantiles prohibidos se completaba con Titanes en el ring y Los tres chiflados, desaprobados por burdos, poco edificantes, lo que fuera, teoría que chocaba de frente con el consumo familiar de algunos productos musicales y literarios muy poco elevados, pero a los que no se les aplicaba esa vara. En realidad no importa, cosas del pasado, porque al cabo el asunto es que veía igual a Balá y a Larry-Curly-Moe-Shemp y a la troupe de Martín Karadagián. A escondidas cuando la abuela se distraía, en casa de amigos: no había YouTube, solo una tele blanco y negro con cuatro canales que arrancaban al mediodía, y un trabajoso zapping que implicaba levantarse a hacer trac-trac con la perilla gigante de canales.

Entonces: el artista que murió este viernes fue parte de la infancia de hasta quienes supuestamente lo tenían vedado. Por eso es que tantas de sus muletillas son instantáneamente reconocidas, por eso es menor la relevancia de sus películas olvidables o el traje de conscripto. Solo en la adultez fuimos descubriendo que lo que nos fascinaba de Carlitos Balá era su maestría del absurdo, algo completamente lógico porque la infancia es puro absurdo y en ese código nos entendíamos de inmediato.

Balá paseando a un perro invisible e indominable. Balá señalándose la sien con aire de superioridad mientras decía «riñones…». Balá hablando de «lactántricos», deformando el lenguaje, eso que en realidad sucede todo el tiempo porque la lengua está siempre viva y admite todo juego. Balá dándonos el «un kilo y dos pancitos» como definición apreciativa. El absurdo de enojar a un compañero en el patio de la escuela haciéndole algo llamado sumbudrule. Balá en batalla eterna contra el chupete, las competencias con juguetes que queríamos tener. Nosotros veíamos el juego y los premios, algunos mayores solo se horrorizaban conque un chico se ensuciara la cara con harina por pescar algo en el plato sin usar las manos. Eaeaaaá pepé.

Y sí, hay mucho posible análisis sobre la frivolidad en épocas siniestras, y debate sobre la sustancia educativa que debe tener lo infantil, pero a quién le importa eso el día que murió Balá, el día que se llevó un cacho de nuestra infancia, el día en el que preferimos solazarnos en el absurdo una vez más, porque esa fue la clave y el disfrute, porque por eso lo quisimos tanto. Porque aun hoy, cuando alguien se pasa de la raya,  cuando alguien supera un límite para bien o para mal, no podemos evitar que en la cabeza resuene otra vez el Te pasaste Petronilo, pegá la vuelta. Y no tiene sentido. Y por eso sonreímos.

Eduardo Frabegat – Página 12

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