
Por María Luisa Lelli – Dos películas y una miniserie ponen el foco en mujeres abusadas y maltratadas. Son claros ejemplos de una problemática social que requiere atención estatal. Sin embargo, el mileismo insiste en menospreciar las cuestiones de género avaladas legalmente.
¿Quién escucha a una víctima de violencia de género? ¿Quién le puede brindar protección? ¿Quién le debe garantizar cuidado y contención? ¿Qué sucede cuando el poder se apoya en una estructura social que avala el silencio y el abuso? ¿Qué sucede cuando el Estado deja de tomar nota del asunto y desecha cualquier tipo de política preventiva? Todos estos interrogantes pueden hallar respuestas tanto en el marco legislativo como en las ilustraciones que ofrece la industria cultural y, claro está, en los testimonios de mujeres y diversidades sexuales que se han movilizado públicamente en reclamo de justicia a lo largo de los años.
A la hora de comprender el profundo dolor, el temor y el agobio que envuelven a una persona que ha sido acosada o abusada sexualmente, así como a quienes han sufrido violencia física, psicológica, económica o simbólica, dos filmes y una serie recientes inscriben sus argumentos en el entramado social y en las estructuras de poder capaces de destrozar vidas. Se trata de “Ella dijo” (She said, Estados Unidos, 2022), “La chica salvaje” (Where the Crawdads Sing, Estados Unidos, 2022) y “Los secretos que ocultamos” (Reservatet, Dinamarca, 2025). Desde ya, cada una de tales producciones amerita un análisis singular teniendo en cuenta sus respectivas narrativas y estéticas. Aunque su común denominador no es otro que la violencia machista.
A partir de una tenaz investigación periodística, que llevaron adelante las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey para el New York Times, el productor de cine Harvey Weinstein quedó expuesto por haber acosado y abusado sexualmente a actrices, asistentes y otras trabajadoras durante 30 años (hoy cumple condena de prisión). Esta es la historia que bien relata “Ella dijo”, el drama dirigido por Maria Schrader, con los roles protagónicos a cargo de Carey Mulligan y Zoe Kazan, sobre la base de hechos ocurridos en 2017. ¿Cómo un hombre con poder en la industria del cine pudo cometer delitos sexuales durante tres décadas? ¿Quién o quiénes sabían y se llamaron al silencio? ¿Por qué las víctimas debieron firmar acuerdos económicos a cambio de no mencionar nada a nadie, nunca? Sobra decir que una red institucional y el propio mecanismo de la industria cinematográfica, influencias incluidas, operaron a favor del victimario.
El segundo caso, la despectivamente llamada “chica salvaje”, refiere a las vivencias de Kya, una niña que crece en contacto con la naturaleza de los humedales del sur estadounidense y, al mismo tiempo, es testigo de los malos tratos que su padre ejerce contra su madre y sus hermanos. Corren los años ’50 y ’60 del siglo pasado. Una vez que queda sola, la nena se entrega a la sobrevivencia sin dejar de ser consciente del cúmulo de prejuicios y estigmas que la sociedad le confiere. Pasada su adolescencia, Kya (interpretada por Daisy Edgar-Jones) se enfrenta a la violencia física y sexual de parte de un muchacho pendenciero e integrante de una familia adinerada. Tal como las víctimas de Weinstein, esta joven sabe que su voz carece de valor porque la antecede la condena social. Otra vez, el orden de las cosas perjudica a quienes padecen violencia.
Ese mismo rasgo sobresale de forma contundente en la exitosa miniserie danesa “Los secretos que ocultamos” (dirigida por Ingeborg Topsøe). Ubicada en la contemporaneidad, su trama se desarrolla en una comunidad de familias ricas que albergan a muchachas filipinas, recibidas como au pairs. Es decir, son jóvenes que llegan a otro país para realizar tareas domésticas y de cuidado con techo y comida, a cambio de una remuneración y en el marco de lo que pretende ser una oportunidad de intercambio cultural.
Lo concreto es que las diferencias de clases saltan en cada rincón y el abuso de poder se vincula, particularmente, con la desaparición de una de estas chicas que, a la postre, ha sido sometida a la violencia sexual. Si bien cada personaje constituye una subtrama –lo cual se devela con el debido misterio y suspenso–, el nudo argumental se asienta en aquellos varones adolescentes que no sólo se vanaglorian en sus grupos de chat por difundir videos de mujeres desnudas (violencia digital), sino que –a todas luces– carecen de educación sexual y se cobijan en la impunidad que supone ser hijos de padres millonarios. Mientras tanto, las chicas filipinas representan el objeto de la desaprensión, la discriminación y el destrato.
Por definición, la violencia por motivos de género conlleva una conducta basada en una relación desigual de poder que afecta la dignidad, la integridad y la seguridad de mujeres o diversidades sexuales. Y, sobre todo, la ley entiende que tales vejámenes no se restringen a un asunto de las relaciones de pareja o del ámbito privado (no es un problema de pasiones). De allí que las históricas luchas feministas hayan sido los motores para la consolidación de sendas legislaciones internacionales y nacionales que velan por derechos (humanos) y que instan a la transformación de patrones socioculturales reproductores de estereotipos, así como apuntan a tomar medidas para prevenir y erradicar violencias, siendo los Estados los responsables de su cumplimiento. Sin embargo, los dos filmes y la serie ya referidos (independientemente de los márgenes que le cabe a la ficción y al relato audiovisual), ejemplifican el comportamiento social e institucional frente a la vulnerabilidad que afecta a las mujeres.
Días atrás, el gobierno mileista anunció el cierre de 13 programas cuyos objetivos eran fortalecer la autonomía de mujeres y diversidades, brindarles protección, garantizar capacitaciones y demás acciones que, en su finalidad, podrían brindarles herramientas a las víctimas para enfrentar la violencia de género sin miedo a denunciar o a buscar un espacio de acompañamiento. Al respecto, la justificación oficial hizo hincapié en el matiz “ideológico” de aquellos programas: una respuesta ignorante, banal, absurda y prepotente frente a un drama social que registra un femicidio cada 30 horas (promedio) en Argentina.
Dicho de otra forma, el asesinato de una mujer y su precedente violencia de género no constituyen problemáticas doctrinarias de izquierdas o de derechas. En rigor, manifiesta una problemática social, cultural y política contemplada en legislaciones que el Estado debe respetar. Las víctimas de violencia de género no son un constructo discursivo o meramente simbólico. Son personas que han transitado o transitan el dolor incrustado en la piel. Son personas que merecen respuestas justas. Son personas que no se pueden marginar y muchos menos menospreciar. Son personas que han motivado movimientos como el Ni una Menos, surgido el 3 de junio de 2015 en Argentina como correlato del femicidio de Chiara Páez. Ella era una joven de 14 años, que vivía en Rufino (Santa Fe) y fue asesinada por su novio. No fue una ficción, fue una chica menos.