
Belén camina por la cárcel con una pena que no le cabe en el cuerpo. Su delgadez y sus largos rulos negros forman la fisonomía de una joven mujer a la que le duele la condena social y la otra pena, la judicial. Su existencia como presidiaria lejos está de asemejarse a la de una presa complicada y rebelde, como las que se encuentran en las típicas series carcelarias. Entre rejas, el régimen penitenciario es una hostilidad que se suma al dolor. Pero para la sociedad, los medios de comunicación y el burocrático sistema que articulan el hospital, la policía y el Poder Judicial, ella es una abortera.
La cámara la sigue mientras ingresa a un efector de salud en 2014, en San Miguel de Tucumán. Quebrada al medio por sus malestares abdominales llega hasta allí acompañada por su madre. No se precisan muchos más datos para reconocer su clase social y su falta de recursos económicos. Recostada en una cama, el médico clínico de turno se apresura con un diagnóstico erróneo. Una secuencia posterior, encuentra a esa mujer de 24 años en la guardia ginecológica donde irrumpen agentes policiales, la esposan bajo la acusación de haber cometido un homicidio agravado por el vínculo. Nunca sucedió tal cosa. En rigor, lo que ocurrió fue un aborto espontáneo.
Así comienza “Belén” (Argentina, 2025), la película dirigida y protagonizada por Dolores Fonzi, que se exhibe en cines y compite en el Festival de San Sebastián. La actriz –que supo ser una voz cantante durante la lucha por la legalización del aborto tanto en 2018 como en 2020 (cuando, finalmente, se sancionó la Ley 27.610 de Interrupción Voluntaria del Embarazo)– encarna a la abogada Soledad Deza. Sobre la base del libro “Somos Belén”, escrito por Ana Correa, el filme deviene en el duro derrotero que atraviesan la víctima de este caso real, su familia, la propia abogada y la lucha de mujeres organizadas que no dejaron de protestar y ganaron espacio en el debate público.
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La trama de este drama se asienta en el recorrido de Deza, a partir de hacerse cargo de la defensa de Belén, junto a su socia. Desde entonces, la narración se desarrolla por un camino plagado de obstáculos para, al final, alcanzar el cometido: la libertad de una mujer injustamente detenida por un delito que no cometió. En ese sentido, la construcción del guión no es novedoso, aunque sí potente. Y esto se debe al ensamble que Fonzi realiza como cineasta. Su relato cinematográfico se nutre de planos que traslucen humanidad, de actuaciones que no se exacerban, del paisaje tucumano a través del cual se percibe una idiosincrasia y una cultura determinadas, de la honestidad al momento de incluir la religiosidad o la creencia en Dios y de recursos estéticos que alimentan un tono pertinente y no menos emotivo. Porque “Belén” no es un panfleto de propaganda. “Belén” es una muy buena película y el testimonio de una época.
La calidad del filme responde al respeto que la directora le profesa a la mujer real (Julieta que ha elegido el anonimato para continuar con su vida) y a su personaje (encarnado de forma notable por Camila Pláate). Que Deza, la abogada defensora, no pueda acceder al expediente de la causa, una y otra vez, es sólo una muestra de cómo opera el sistema estatal (mediante sus agencias) cuando se castiga a una persona por ser pobre, cuando el poder concentrado y machista violenta a una persona sin pruebas ni razones. Si Julieta hubiese asistido a un sanatorio privado o si el médico que la atendió al inicio hubiese actuado con mayor pericia y mayor interés por su paciente, otra sería la historia. Mucho más si hubiese sido la hija de una familia adinerada y poderosa. Si Julieta hubiese sabido de su embarazo, quizás hubiera elegido la maternidad. Pero eso no se sabe porque nunca nadie se lo preguntó. La única mirada que tuvo la justicia al respecto fue el cargo, la acusación, la condena y la cárcel.
Aunque sus hechos son conocidos de antemano, la narración de “Belén” conmueve, sacude, inquieta, atraviesa la piel con la fuerza y el vigor de quienes no son impasibles ante el sufrimiento ajeno. Las luchas feministas, a lo largo de la historia de los últimos siglos, han demostrado que el problema de una es el problema de todas. La pena de una es la identidad de todas. Son las luchas colectivas las que derrumban poderes injustos y maliciosos. Algo que, en la actualidad, guarda una relevancia tan grande como la irritación para algunos y la esperanza, para otros, que genera ver multitudes en las calles defendiendo la dignidad humana.
Autor: María Luisa Lelli