Mohamedou Ould Slahi es el primer preso que narra desde la cárcel la odisea de tortura, humillación y kafkiana desesperanza que siguió al arresto en su país, Mauritania, y su transformación en el recluso número 760 de Guantánamo.
En un mundo hipersensibilizado después de la masacre en París, en la revista Charlie Hebdo, el “Diario de Guantánamo” promete encender pasiones. Detenido hace más de trece años, su autor, Mohamedou Ould Slahi, es el primer preso que narra desde la cárcel la odisea de tortura, humillación y kafkiana desesperanza que siguió al arresto en su país, Mauritania, y su transformación en el recluso número 760 de Guantánamo.
El Guantanamo Diary, escrito en inglés, es publicado este jueves en el Reino Unido y Estados Unidos después de una batalla legal de seis años que ha dejado sus marcas en el texto. En la serialización previa a la publicación que hizo el matutino británico The Guardian, se ven párrafos enteros interrumplidos por espacios en blanco de material que no fue desclasificado por razones de “seguridad nacional”. La mayoría de estos 2500 espacios en blanco son nombres propios o lugares, pero hay también párrafos de hasta cuatro renglones sin texto. Lo que la censura no ha podido borrar es el relato de la tortura que el Ministerio de Defensa estadounidense rebautizó con el eufemismo de “técnicas adicionales de interrogación”.
Palizas, privación de sueño, humillación sexual, amenazas de muerte a él y su madre, inmersión en agua helada fueron algunas de estas “técnicas adicionales” que el ministro de Defensa durante la guerra con Irak, Donald Rumsfeld, autorizó en agosto de 2003. El resultado de esta técnica se vuelve patente en una de las historias que cuenta Slahi en su diario. En un momento confiesa a sus interrogadores que fue él quien planeó la voladura de una torre en Toronto, Canadá, pero cuando le preguntan si dice la verdad, les contesta que no importa. “Mientras ustedes estén contentos, si quieren comprar, yo vendo”, les dice.
En otro momento, a raíz del maltrato y las torturas, sufre alucinaciones. “Empecé a tener visiones y oír voces. Escuchaba a mi familia, escuchaba el Corán en una voz celestial, escuchaba música de mi país. Después los guardias usaron estas alucinaciones y empezaron a hablar por la cañería alentándome a atacar un guardia y escaparme, pero no me dejé engañar, aunque por un tiempo hice como que les creía”, escribe Slahi.
La cárcel y la tortura son parte de una ironía adicional. Slahi fue un combatiente de la libertad, un mujaidín, que se incorporó a Al Qaida cuando la organización combatía al régimen pro soviético en Afganistán con la ayuda económica y militar de Estados Unidos y de dos de sus principales aliados en la región, Arabia Saudita y Pakistán. Según su propio testimonio, Slahi dejó la organización en 1992, pero fue arrestado luego de los atentados del 11 de septiembre a raíz de un fallido complot contra el aeropuerto de Los Angeles cuando Slahi vivía en Canadá.
El vínculo de Slahi con este atentado era más que tenue. Slahi asistía en Montreal a la misma mezquita que Ahmed Ressam, uno de los responsables del complot. El hecho de que Slahi fuera un hafiz –persona que puede recitar de memoria todo el Corán– debe haber contribuido a las sospechas. Más comprometedor era que su primo y ex cuñado Mahfouz Ould al Walid hubiera sido un asesor espiritual de Osama bin Laden antes de los atentados del 11 de septiembre, aunque se separó de la organización por su desacuerdo con el ataque.
En ningún momento se hallaron pruebas respecto de la participación concreta de Slahi en el complot salvo su propia confesión arrancada por tortura. En 2004, el militar que lo defendía abandonó su puesto en protesta contra la utilización en el juicio de este tipo de prueba. En una columna en The Guardian para acompañar la serialización del libro, el coronel Morris Davis, ex jefe de la comisión de fiscales militares en Guantánamo, señaló que estaba convencido de la inocencia de Slahi.
“El consenso entre los que investigamos a fondo su caso fue que, como Forrest Gump, Slahi apareció en algunos lugares significativos por mera coincidencia”, escribió Davis.
En su columna, Davis reveló cómo la obediencia debida que domina el pensamiento militar estadounidense fue clave en su renuncia en 2007. “Renuncié después de que me pusieran bajo el mando del brigadier general Tom Hartmann. Hartmann me había criticado por negarme a usar pruebas obtenidas con las ‘técnicas de interrogatorio ampliadas’. Me dijo: ‘El presidente Bush dice que no torturamos. Nosotros no somos nadie para decir lo contrario’”, señala Davis.
La presidencia de Barack Obama no cambió mucho las cosas. Cuando en 2010, poco después de su asunción, una corte estadounidense halló que las pruebas eran insostenibles, el gobierno apeló la decisión. Sólo en estos últimos meses, promediando su segunda presidencia y con su legado a la posteridad en mente, Obama ha procurado ir vaciando Guantánamo con el envío de detenidos a Estonia, Omán o Uruguay, donde en diciembre llegaron seis presos. Por la cárcel pasaron más de 770 presuntos terroristas. Menos del 4 por ciento ha sido llevado ante la Justicia. Hoy quedan 122 y la oposición republicana está haciendo todo lo posible por impedir el cierre de la cárcel.
Uno de los argumentos que usa el ex fiscal militar Morris Davis ante la opinión pública es, muy en la tradición anglosajona, cuantificable en dólares. “Hemos gastado más de 5 mil millones desde que se abrió Guantánamo hace trece años. Los 122 detenidos allí cuestan tres millones de dólares por año. Casi la mitad tiene la aprobación para que se los transfiera y, sin embargo, siguen languideciendo en la prisión. Ahora el Congreso quiere evitar que Obama lo cierre antes de dejar la Casa Blanca en enero de 2017. Espero que los que lean el libro de Slahi comprendan que Guantánamo no es un concepto abstracto, sino un lugar concreto en el que se encuentra gente real que ha pasado años preguntándose si alguien va a venir a rescatarlos”, concluyó Davis.