Violette Morris fue pionera en todo lo que se propuso: conductora de ambulancias y correo en el frente de batalla durante la Primera Guerra Mundial, piloto de carreras, boxeadora feroz y una deportista de elite. Sin embargo, la sociedad francesa la rechazó por su bisexualidad. Su venganza fue convertirse en espía y torturadora para los nazis
“Lo que puede hacer un hombre, lo puede hacer Violette”, solía decir Violette Morris hablando de sí misma en tercera persona, y lo decía en una época, a principios del siglo pasado, cuando una frase como esa generaba rechazo o por lo menos sonaba extraña.
Ella, sin embargo, lo demostraba en casi todo lo que emprendía: fue pionera en el lanzamiento de disco y de jabalina – la primera en la historia del atletismo francés -, también una boxeadora capaz de noquear a más de un hombre cambiando golpes en el ring, jugadora de waterpolo cuando en Francia no había equipos femeninos de ese deporte, futbolista y piloto de autos de carreras.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial condujo ambulancias en la batalla del Somme y fue correo motorizado durante la interminable y sangrienta batalla de Verdún.
Tanto en la guerra y como en la paz, el comportamiento de Morris contrastaba con el estilo de vida tradicional de las mujeres de la época: se vestía con ropas de hombre, fumaba habanos del grosor de un chorizo y soportaba la bebida con la resistencia de un cosaco.
Si a todo esto se le agrega que no ocultaba su lesbianismo, sino que, al contrario, lo asumía de manera desafiante, podría haber pasado a la historia como una verdadera pionera de la liberación de la mujer y no por sus caras más oscuras y siniestras. Porque Violette Morris fue también una espía que no dudó en traicionar a su patria y una torturadora tan despiadada que se ganó con creces el mote con que se la conocía: “la hiena de la Gestapo”.
El hijo varón que no llegó
Violette Morris nació en Paris el 18 de abril de 1893 y resultó una frustración para su padre, un barón y capitán retirado de artillería francés que, después de tener cinco hijas, esperaba la llegada de un varón que le heredara el título.
La educaron en su casa hasta los 12 años y después la mandaron la estudiar como pupila a un convento de monjas de Asunción de Hoy, en Bélgica. Como sus hermanas mayores, tenía un destino marcado: casarse bien, preferentemente con un miembro de la nobleza. A ella le tocó en suerte un militar elegido por su padre, el capitán Cyprien Gouraud, con quien la casaron el 22 de agosto de 1914, cuando tenía 21 años.
El estallido de la Primer Guerra Mundial mostró que Violette no se conformaría con esa vida. Al contrario, buscaba acción, y la consiguió al ofrecerse como enfermera voluntaria. Esa decisión no resultaba extraña, porque muchas mujeres hacían lo mismo, pero Violette quería más y se salió del molde cuando consiguió – contra la voluntad de su padre y de su marido – que la asignaran como conductora de ambulancias para traer a los heridos desde el campo de batalla.
Fue la única mujer que tuvo esa misión durante la batalla del Somme y lo hizo tan bien – sobre todo destacándose por la pericia y la osadía con que manejaba los vehículos – que sus superiores no le negaron lo que pidió a continuación: subirse a una motocicleta para llevar correos en el frente, bajo las balas enemigas.
Una deportista excepcional
Al final de la guerra volcó todas sus energías al deporte. No eligió uno sino que se propuso practicar todos los que tuviera a su alcance, incluso aquellos que por entonces parecían vedados a las mujeres.
El físico la ayudaba: medía un metro 66, pesaba 68 kilos y estaba en excelentes condiciones. Ya desde antes de que terminara la guerra jugaba al fútbol en el equipo femenino Fémina Sports y más tarde se pasó a las filas del Olympique de Paris, donde jugó hasta 1926. Incursionó en el atletismo, donde practicó lanzamiento de disco y de jabalina y se cansó de conseguir medallas: batió 23 récords mundiales.
También se apasionó por el boxeo en tiempos que casi ninguna mujer se atrevía a calzarse los guantes. Con las pocas que lo hacían, jamás perdió una pelea y se consagró campeona nacional francesa en 1923. Cuando no tenía rivales de su propio sexo, se subía al ring para pelear de igual a igual con hombres, frente a los cuales ganaba y perdía como cualquiera.
Que no hubiese torneos femeninos de waterpolo no le impidió practicarlo, logró que la aceptaran en un equipo masculino e incluso llegó a entrenarse con la selección francesa. La lista de termina ahí: tiraba con arco, nadaba en todos los estilos, realizaba clavados en el agua, levantaba pesas, jugaba al tenis, competía en equitación, corría carreras de ciclismo y se destacaba en la lucha grecorromana.
Quería demostrar que la desigualdad entre hombres y mujeres no tenía fundamento biológico y acuñó lo que sería su lema en el deporte: “Lo que puede hacer un hombre, lo puede hacer Violette”.
Discriminada y desplazada
En 1923, Violette Morris se divorció del capitán Gouraud. A partir de entonces desafió a la sociedad francesa al no ocultar su bisexualidad. Comenzó a vestirse como hombre, a tener amantes de los dos sexos y a mostrarse en público con ellos y ellas, a fumar habanos y a beber sin límite en locales nocturnos. Por esa época la acusaron de distribuir anfetaminas.
La prensa la perseguía y la condenaba, mientras que buena parte de la sociedad parisina a la que pertenecía le dio la espalda. La condena social tuvo su correlato en el mundo del deporte, cuando la Federación Francesa Deportiva Femenina la acusó de “falta de moral” y le asestó un golpe durísimo al impedirle participar en la clasificación para los Juegos Olímpicos que se realizarían en 1928 en Ámsterdam, los primeros con participación femenina. Morris apeló varias veces la medida, pero la respuesta fue siempre la misma: un rotundo No.
Entonces se volcó de lleno al motociclismo y el automovilismo. Había empezado a participar en carreras de autos en 1922, y como en todas las otras disciplinas, también hizo historia: ganó la carrera de 24 horas Bol d’or, y los grandes premios de Tarragona y San Sebastián.
Para caber mejor en los pequeños habitáculos de los autos de carrera, se practicó una mastectomía doble en secreto, pero su último amante varón, Raoul Paoli, filtró la noticia a la prensa y generó un nuevo escándalo.
Tampoco ayudaba a la imagen pública de Morris la empresa con que se ganaba la vida y preparaba sus autos de competición: un taller mecánico y de desguace de automóviles que dirigía vestida con un mameluco engrasado. De esa época data el dibujo donde uno de sus clientes famosos, Jean Cocteau, la retrató.
El emprendimiento tuvo corta vida, porque las secuelas del crack financiero llevaron el negocio a la quiebra. Y el golpe definitivo llegó poco después, cuando la Federación de Mujeres Automovilistas le prohibió correr, esgrimiendo las mismas razones “morales” que antes había usado la Federación Francesa Deportiva Femenina.
Captada por los nazis
Durante casi cinco años, Violette Morris desapareció de la escena deportiva francesa, reducida a la condición de paria. Francia no quería saber nada con esa mujer díscola y provocadora, pero los nazis que llegaron al poder en Alemania en 1933 pensaron que podían aprovecharse de su despecho y captarla.
En 1935 le enviaron una invitación personal de Adolf Hitler para asistir las Olimpíadas que se realizarían en Berlín al año siguiente. La encargada de llevarle el ofrecimiento fue una vieja conocida de Morris, la automovilista alemana Gertrude Hannecker, que trabajaba para la Sicherheitsdienst, la agencia de seguridad de la Gestapo.
Cuando visitó Berlín para asistir a los juegos, Violette ya se había pasado de bando. El resentimiento hacia sus compatriotas y el reconocimiento que le brindaban los nazis habían volcado la balanza.
Como espía alemana tuvo dos éxitos enormes: obtuvo información fundamental sobre las defensas en la Línea Maginot y les pasó a sus jefes los planos del blindado Somua S35, el tanque más sofisticado del ejército francés.
Cuando los nazis entraron en Paris en 1940, Violette fue premiada con una hermosa casa-barco en el Sena, donde vivía con su pareja, la actriz Yvonne de Bray, y quedó a las órdenes de Helmut Knochen, comandante de las SS en Francia, que la convirtió en una de sus más estrechas colaboradoras.
“La hiena de la Gestapo”
En los papeles, Morris trabajaba en la Carlingue, la institución que oficialmente se encargaba de cobrar impuestos a la Francia ocupada, pero que en realidad era un organismo de inteligencia encargado de perseguir a la resistencia.
Allí se destacó como torturadora, una disciplina que llegó a practicar con tanta pasión y eficacia como los deportes en los que había descollado. La Resistencia sabía que, si le daba a elegir, prefería a las mujeres jóvenes como víctimas, a las que sometía a los peores tormentos.
Al mismo tiempo, aprovechando viejos contactos, armó una red de colaboradores y de infiltrados que causó una cantidad enorme de bajas entre los resistentes franceses, que comenzaron a llamarla “la hiena de la Gestapo”.
Para principios de 1944, matar a Morris era uno de los objetivos prioritarios de los maquis y del Servicio de Operaciones Exteriores británico.
La oportunidad llegó el 26 de abril de 1944 a las siete de la tarde, cuando Violette viajaba entre Normandía y Paris en un Citroën 15 CV Six, acompañada por un matrimonio amigo y su yerno, todos colaboracionistas. Como siempre, “la hiena de la Gestapo” iba al volante, pero en esta ocasión no alcanzó a apretar el acelerador a fondo para escapar a la emboscada que los maquis le tendieron en medio del campo. En segundos, una lluvia de balas de ametralladora acabó con su vida y las de sus acompañantes.
Violette Morris acababa de cumplir 51 años y nadie reclamó su cadáver, por lo que sus restos fueron a parar a una fosa común.