La abuela del cronista chileno Rafael Gumucio presentó el primer libro de su nieto a un concurso en la categoría “testimonio”. No quería que escribiera novelas. Hoy, como venganza dulce y piadosa, él escribe la historia de la mujer.
Para que ella sepa cuánto duele no poder entrar más que a escondidas en el jardín prohibido de la ficción. Adelanto de “Mi abuela, Marta Rivas González”, el libro que la Editorial de la Universidad Diego Portales acaba de publicar en Chile.
Todo el desenfrenado orgullo nacía justamente de una in¬certidumbre. ¿Quién era y qué hacía en Chile el primer Ri¬vas? ¿De dónde venía, cómo se hizo rico? Eso apenas dos ge¬neraciones antes de que naciera usted. ¿Roteaban usted y sus hermanos de miedo a que los rotearan primero?
Así escribí para usted una especie de novela sobre el pri¬mer Rivas que se paró de pronto en la plaza desierta de Concepción. Plena independencia, nubes de polvo, bata¬llas, gente que no hace preguntas. Un oficial presumible¬mente catalán que no dijo de dónde venía ni explicó cómo de la nada se hizo lo suficientemente rico para casarse con una solterona local.
Traté de que su vida se entrecruzara con la mía, un niño sin país, de alguna forma también sin pasado. Todo era un poco surrealista y sentencioso, los Rivas se llamaban Alba y cada capítulo empezaba con un caligrama. La no¬vela que escribí se llamaba ¿Quién eres tú, Manuel Alba? Era el nombre que le había inventado a mi primer ances¬tro. Hasta el día de hoy me cuesta pensar que un cuento o novela que tiene una pregunta en el título pueda ser otra cosa que una fantasía adolescente. Todo en ese libro estaba escrito para que mi abuela me adoptara como su cachorro. Con cálculo y dedicación, no he escrito en mi vida más que cartas para probarles a los más exigentes críticos que no soy el simple payaso que por lo demás me encanta ser.
Logré del todo mi cometido. Mi abuela leyó el manus¬crito y decretó que yo era genio. Apurada y ejecutiva, pagó a su amiga Marta Huidobro para que mecanografiara mi libro. Mecido por el calor de las estufas, veía a las dos an¬cianas pelear por cada coma. Me sentía poderoso, parte central de la historia de la literatura misma. No he senti¬do ni siquiera ante mis libros publicados posteriormen¬te la extraña emoción que me embargó cuando tuve en¬tre las manos esas pequeñas hojas tamaño carta, escritas con tipos redondos de máquina de escribir eléctrica. Es¬cribo quizás un poco para eso, para que alguien me saque en limpio.
Mi abuela fotocopió mi manuscrito cinco veces y lo mandó a uno de los pocos concursos literarios del Chi¬le de la época. Tenía varias categorías: novela, poesía, en¬sayo y testimonio. Yo estaba seguro de que había escrito una novela. Nombres, hechos, personajes inventados, los acontecimientos reflejándose de un siglo a otro a través de varios trucos surrealistas: escaleras de palabras, espejos al fondo de los cuales veía a mi antepasado y él me veía a mí. Mi abuela, sin embargo, decidió unilateralmente que era mejor mandarlo a la categoría de testimonio.
–El jurado de novela es demasiado jodido para ti –me explicó–. Además, las novelas son una lata. Mucho mejor un buen testimonio que una novela más o menos.
Asustado, temeroso de que en cualquier momento me despertaran del sueño que estaba viviendo, no le discutí a mi abuela la estrategia que de alguna forma marcaría mi vida.
Mi abuela me dejaba ser escritor a condición de que contara mi vida y sólo mi vida. En venganza escribo hoy la suya, que de seguro no le habría gustado leer. Hizo de mi primera novela un testimonio; hago entonces de su pro¬pio testimonio, que escribo sin cambiar nombres ni acon¬tecimientos (a no ser los que mi memoria cambia y aco¬moda por sus deficiencias), una novela. Cuento todo para que sepa cuánto duele no poder entrar más que a escondi¬das en el jardín prohibido de la ficción. Le robo la llave sin piedad de ese jardín que cerró para mí el día en que deci¬dió que mi libro era un testimonio.
Dos meses después se entregaron los resultados del con¬curso. Ni una mención honrosa, nada de nada, sólo las cinco copias que fui a buscar a un subterráneo de la Socie¬dad de Escritores y una nota en tinta verde escrita por un evaluador anónimo: “Si el autor tiene como pretende die¬ciséis años puede ser que cuando más grande tenga algo que decir algún día. Por el momento el manuscrito es una masa de poesía dudosa y de historias que le interesan sólo a la familia del autor. En resumen: francamente malo pero con buenos momentos”.
–Esa niña no sabe nada de nada –exclamó mi abuela al leer la nota–. Es una mujer, estoy segura. Sólo las muje¬res pueden escribir tanta tontera junta. No te preocupes, no le hagas caso –concluía, mucho más indignada que yo. Y seguía–: Mi papá reprobó dos veces el bachillerato. Sólo a los idiotas les va bien en esa cosa. Mira al pobre Proust, le rechazaron siete veces su novela. Ese siútico maricón de André Gide se dio el lujo de no publicarla, imagínate. ¿Cómo vas a comparar a Proust con Gide? Los premios no sirven para nada. El premio Nobel lo ha ganado una canti¬dad de imbéciles increíble: desde José de Echegaray a Pearl S. Buck. ¿A quién le importa ahora Pearl S. Buck? No seas tonto, esa niña no sabe nada.
Pero vio mi abuela que no me movía de la pena, que me hundía incluso más en ella. Decidió, de pronto, esti¬rar la mano hacia su velador aerodinámico y blanco y sa¬car de ahí su mayor trofeo. El primer tomo de la colec¬ción La Pléiade de En busca del tiempo perdido, que me entregó.
–Es difícil al principio –me advirtió–. Pero después es lo más entretenido que hay. Una sensibilidad fantástica la de Proust, las cosas que veía. Esa parte donde empieza a ver que las telefonistas son como sirenas al fondo del mar. El maricón de Gide le rechazó el libro porque era un siú¬tico majadero. Tuvo que publicar el libro con su propia plata. Era lo más valiente que hay, Proust. Le encantó el ejército, por eso le molestó tanto todo el affaire Dreyfus, porque creía en los milicos, hasta que se dio cuenta de que eran unas buenas mierdas todos.
Y seguía:
–Proust era lo más siútico que hay, tú sabes, lo más es¬nob, se pasaba con marquesitas, pololeando con el chofer, hasta que se encerró completamente, pasó la mayor par¬te de su vida encerrado en su pieza escribiendo día y noche hasta que se murió. Eso es escribir, mijito, cagarse la vida en una pieza llena de corchos porque no soportaba el ruido.
Sabía que hasta que no me prestara esos tomos de lis¬tones dorados yo no sería considerado por mi abuela un escritor de verdad. Sólo ahora que había fracasado lo su¬ficiente, sólo ahora que mi primer intento había sido re¬chazado, podía yo leer el libro que a ella, escondida en un baño de Lima, le cambió la vida, a los diecisiete años, cuando su papá era embajador y sus hermanas vigilaban sus lecturas para que no se volviera degenerada.
Sabía que no le regresaría nunca el libro que empezaba exactamente como empezaba mi malogrado manuscrito con título en forma de pregunta, con un niño que mira las sombras moverse por su habitación mientras espera que su madre le venga a dar el beso de las buenas noches. Un niño que no tiene nombre y que podía por lo tanto ser yo.
Yo, en esa mezcla de excitación y desesperación, espe¬rando el beso que me liberara y me hundiera, celoso de la luz a los pies de mi puerta, y al mismo tiempo feliz de abrazar la oscuridad y sus jardines. Más que todos los es¬pejos falsos de mi manuscrito, mi abuela me regalaba una cara con la que salir a la calle.
Y un pasaje de Proust subrayado por usted, abuela, con un lápiz mina en medio de la nada:
“Y –como un enfermo que ha dejado de mirar su pro¬pio rostro, que se ha limitado a adivinar sus rasgos basán¬dose en la idea de sí mismo que habita en su mente, re¬trocede espantado viendo en el espejo, en medio de una figura árida y desértica, la pirámide oblicua y rosa de su gigantesca nariz– yo, para quien mi abuela era todavía yo mismo, yo que sólo la veía a través de la imagen que guar¬daba de ella en mi alma, habitando un inmutable pasa¬do, vista siempre a través de la transparencia de los recuer¬dos contiguos y superpuestos, de golpe, en nuestro salón –parte de un mundo nuevo y ajeno, el mundo del tiempo, ese en que viven los extranjeros de los que se dice ‘qué bien envejece este tipo’– por primera vez, y sólo por un instan¬te, ya que muy luego la imagen desapareció, la vi bajo la luz de la lámpara, roja, pesada, vulgar, enferma, paseando sus ligeramente desorbitados ojos sobre un libro; por pri¬mera vez vi en mi abuela a una anciana apesadumbrada que no conocía”.
Los escritores
El manuscrito y el concurso sólo hicieron más visible e inevitable un pacto tácito entre nosotros. Yo era, yo de¬bía ser, el escritor que ni usted ni mi papá ni su papá fue¬ron. Mi libro, escrito, transcrito y rechazado por el jurado, abrió un espacio nuestro y sólo nuestro. Un espacio que no era otro que su biblioteca, esparcida por distintos rin¬cones de la casa, libros forrados con papel de regalo im¬permeable, llenos de etiquetas y anotaciones, descosidos y apenas cuidados y que eran mi arsenal a la hora de la bata¬lla. Porque para una guerra me preparaba mi abuela. Eso me enseñaba al contarme sus anécdotas con escritores, las distintas tácticas y estrategias para enfrentar el combate.
Préstamos de libros, sesiones de películas. Como si sa¬ber cómo comían, hablaban y caminaban los escritores de verdad me pudiera convertir en uno de ellos, absorbía yo complacido los relatos de las tardes que había pasado mi abuela con José Donoso o con Gabriel García Márquez. O con Manuel Rojas, que era el que estaba en la cima del Olimpo de sus amigos escritores.
–Era buenmozo como un sol –me decía, y me mostra¬ba en una foto a un obrero grueso que se parecía a Agapito Santander, el amigo pirquinero de mi papá.
Alto, de una sola pieza. Labrado en piedra, el pelo pre¬maturamente encanecido, cortado a hachazos. Obrero, anarquista, dueño de un inacabable manantial de anéc¬dotas protagonizadas por fugitivos que atraviesan la cor¬dillera en burro o duermen en trenes de carga, temerosos de ser aplastados por las vacas. Arreglaba el escritor los en¬chufes de la casa de mi abuela o la acompañaba cuando había que echar a una empleada vengativa. A cambio, de vez en cuando mi abuela le regalaba alguna frase que Ma¬nuel Rojas anotaba, como el aforismo del que mi abue¬la estaba más orgullosa: “El oído es el órgano sexual de la mujer”.
–Lo escribió ahí mismo mientras se lo estaba diciendo. Me pasaba sus páginas para que cambiara lo que quisiera.
Cuando mi abuela lo conoció, Rojas era ya el autor de la mejor novela chilena en la escasa historia novelesca del país: Hijo de ladrón. Pero trabajaba aún de obrero tipógra¬fo en los mismos diarios en que escribía columnas.
Respiraba ella todo lo que Manuel Rojas y su insepara¬ble amigo José Santos González Vera escribían, una poesía de la pobreza, una rabia contemplativa, una rebelión sin chillido, todo envuelto en la mayor claridad.
Claridad se llamaba justamente la revista en que escri¬bían Rojas y González Vera, y Neruda desde Temuco. Re¬vista que en pleno reino de mis bisabuelos (don Manuel Rivas Vicuña y don Rafael Luis Gumucio) la policía y una turba de niños bien –primos y amigos de mis abuelos– ce¬rraron a bastonazos, obligando a sus redactores a exiliar¬se, primero en la techumbre de sus casas y luego en algu¬na caleta del sur.
Hasta que un día se produjo un encuentro calmo y casi normal entre mis abuelos –los hijos de los ministros y se¬nadores que justificaban la represión– y los anarquistas de ayer, encuentro que de alguna forma selló el destino del país. Una Punta de rieles, como la novela en que Manuel Rojas se atrevió por primera vez a hacer hablar a un “fu¬tre”, un niño bien, Fernando Larraín Sanfuentes, que es¬cucha las confesiones de Romilio Llanca, que ha asesinado a su mujer y que encuentra en Larraín Sanfuentes una es¬pecie de absolución. Ahí, en esa novela, aparece de repente usted, abuela, convertida en la prima Marta. El encuentro de dos culpas, de dos mundos, el del niño rico que carga con el pasado, el de su empleado que carga con su cuerpo. En esa frontera, donde los anarquistas dejaron de serlo y los oligarcas empezaron a serlo menos, se preparó la revo¬lución chilena de los años sesenta y setenta.
La claridad, ante todo la claridad: tenía usted decidido de manera definitiva qué tipo de escritor yo tenía permi¬so para ser.
–Kafka no, Joyce ni cagando, Tolstoi no seas loco, Sar¬tre ni a palos, García Márquez ¿para qué? ¿Tú conoces esa parte en La gaviota, la del reflejo de la luna en el vidrio roto? Así hay que escribir, como la luna cuando se refleja. No decir las cosas directamente, esperar que pasen solas. El otro, el joven que escribe cosas simbólicas, se mata al fi¬nal. ¿La leíste, no? Es fantástico Chéjov. Moscuuú, Mos¬cuuú, Moscuuú, las pobres Tres hermanas, tanta huevada con ir a Moscú. Es un símbolo, como los cerezos en El jar¬dín de los cerezos. En París vi una versión increíble con Michel Piccoli en que ni siquiera se veían los cerezos. El puro ruido cuando los botan. Eso es teatro, mijito. Tú dedíca¬te a escribir de lo que conoces, lo más sencillo posible –me ordenaba–. Decir la verdad. Esa era la gracia de los prime¬ros libros de la Isabel Allende, no pretendían nada. Eran puro pensamiento hablado, por eso le fue tan bien. No son buenos los libros, son encantadores, lo que es mucho más importante. Eso es lo que no entendió nunca Pepe Donoso. Le dio una envidia negra el éxito de la Isabelita. Era alumna mía la Isabel, no sé si sabías. Lo más pluma que hay. Su mamá es una pesada, pero ella un amor.
Tiene razón usted, abuelita, siempre tiene usted toda la razón del mundo: la pretensión es asquerosa; la ambición, una miseria; la sencillez, la única verdad que existe. ¿Pero no es triste un mundo en que la gente sólo habla de lo que conoce? ¿No es patético un universo en que la gente se rin¬de antes de explorar lo que no sabe, lo que quizás nunca conocerá pero que está aquí, temblando a un paso de no¬sotros? ¿De qué hablamos entonces, abuelita, si no es de los errores y de los tropiezos de los que quieren ser lo que son, decir más, decirlo todo, no callarse nada?
Tiene la razón, abuelita, pero por eso mismo está cen¬tralmente equivocada. El sentido común y la buena edu¬cación son la base de todo arte, pero ¿cuánto del suyo y del mío es hijo del miedo? ¿Cuánto de su desprecio por lo complejo, lo enrevesado, lo barroco, por los imbunches de su amigo Pepe Donoso, por ejemplo, tenía que ver con el miedo a quedar fuera de la tribu chilena? ¿Qué ganamos nosotros, abuelita, con esa mierda de buen gusto chileno? ¿No estábamos de entrada excluidos del juego? ¿Qué saca¬mos con ser discretos en un mundo que a fuerza de silen¬cio nos aplasta? La escritura por lo demás, ¿no es para el escritor siempre una apuesta? ¿No es esa la ambición que le faltó, abuelita, no sólo sobrevivir y adaptarse, sino dic¬tar su destino, adivinarlo, forzar, como dice uno de los co¬mandos de mi computador, una salida?
Así, bastó que la crítica unánimemente destruyera mi primer libro (que era chejoviano, como pensé que le gus¬taría que fuese) para que usted se uniera al coro de los crí¬ticos. Ofendida casi, como si la hubiese defraudado, me retiró de una sola vez todo el apoyo. Así, de un día para otro, decidió que yo era periodista y nada más.
–Y nada menos, porque escribir una buena crónica es bastante, pedazo de mierda mal agradecida.
Respondía por adelantado a todas mis quejas: “Ya no si¬gas, es tan latoso escribir. ¿Para qué escribir si no vas a ser Proust? No seas neurasténico”. Yo nunca sería Proust, ni Tolstoi, ni Chéjov. Nada sacaba con alegar que el primer paso para ser alguno de ellos era proponérmelo. Para usted en la literatura había que ser genio de nacimiento, aunque repitiera como una cantinela infernal: “Escribir es diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de sudor”.
¿Pero quería usted realmente que yo fuese el escritor que nadie en su familia se atrevió a ser? ¿No apuré yo esa idea? Pienso ahora que quizá mi insistencia en que me presentara escritores o le mandara por correo mis manus¬critos a Carmen Balcells, o a su exalumna Isabel Allende –cosa que nunca hizo–, le recordaba otras tantas relacio¬nes desiguales, otros tantos equívocos que tenían también a jóvenes escritores ansiosos y sus manuscritos por objeto.
José Donoso, quizás el escritor chileno con que tenía más gustos en común, era el símbolo mismo de ese equí¬voco. Leían más o menos los mismos libros (Henry James, Proust, Jane Austen y toda suerte de biografías con con¬fidencias), destrozaban las novias semi platónicas de él, como la Carmen Orrego, a la que Donoso le dejaba a toda carrera ramos de flores, y la Ana María Vergara, tan mona con sus ojos azules. Hasta que Donoso empezó a insistir¬le a mi abuela para que promocionara su libro, para que le escribiera cartas de recomendación para visitar cónsules y agregados culturales en Buenos Aires.
Mi abuela no se negó a nada, pero nunca le perdonó del todo a Donoso el apuro. Hasta que una tarde de calor in¬fernal Donoso le insistió en que lo llevara a un cine al fi¬nal de la ciudad. Ahí le pidió a mi abuela que hablara con el acomodador, que se limitara a decirle que estaba ahí. Mi abuela obedeció. Consumado el encuentro, su amigo vol¬vió con los ojos húmedos de emoción.
–Me pidió matrimonio, el patudo –se quejaba mi abue¬la treinta años después–. Me dijo que nos casáramos, que yo ya conocía su secreto, que no iba a pasar nada entre no¬sotros. Yo me iba a encargar de promocionar sus libros y él iba a irse por ahí con esos pacos con los que le gustaba acostarse. Pero mira el fresco de mierda, yo estaba perfec¬tamente casada y viene y me dice eso. Yo vomité como una semana entera, te juro. Le mandé a decir a la empleada que si llamaba Pepe Donoso le dijera que estaba muerta.
En los diarios de José Donoso leo sobre esa mujer terri¬ble que mi abuela también fue, la rubia que no perdona la debilidad de los morenos tipo Tonio Kröger, la señora que aplasta como bicharracos a los que tienen la imprudencia de confesarse.
Y tenía mi abuela muchos más amigos escritores. “El maricón de Roque Esteban Scarpa”, decía, que logró a tra¬vés de ella hacerse nombrar director de la Biblioteca Na¬cional, puesto que no abandonó hasta cuando su benefac¬tora fue exiliada. Y García Márquez, la perla más vistosa de su corona de amistades literarias, que tomaba té con baguete con ella en París, la abandonó cuando mi abuela le presentó a la Tencha, la viuda de Salvador Allende. Y el poeta Armando Uribe, que parecía tan puro, tan similar en gustos y carácter a ella, pero que terminó por hacerse más amigo de su marido, recibiendo como recompensa la embajada de Chile en China.
Nunca del todo segura de si sus amigos escritores la bus¬caban o no para acceder a su marido, el diputado y después senador Gumucio, mi abuela escogía por amigos a los que parecían estar más allá de toda búsqueda de un puesto en la administración pública. Así, eligió a Benjamín Suberca¬seaux, que como ella iba desde la riqueza hacia la pobreza; a Manuel Rojas, que venía de un anarquismo demasiado re¬cio para buscar nada de mi abuela; a Marguerite Yourcenar, que no disimulaba sus propósitos más bien sexuales, rega¬lándole a mi abuela huevos de pascua pintados por ella.
Mi abuela, nacida en el poder mismo, exiliada antes de envanecerse en él, no podía compartir con los escritores su admiración por los ministros, ni alentar su piratería, ni alegrarse con su mendicidad.
Así, la literatura le parecía a mi abuela apasionante, ne¬cesaria, urgente, y los escritores en general unas buenas mierdas, siúticas y mal vestidas y fascinadas por las co¬sas más estúpidas. Hubiese querido poder pensar yo como ella. Pero era también yo un aspirante. La historia de su fa¬milia era sólo parcialmente la mía, estudiante pobre de un liceo en París y de una escuela subvencionada por el estado en Chile, hijo desheredado que buscaba en usted no una embajada o una beca pero sí sus cuentos de Roma y Cons¬tantinopla, sí la certeza de ser parte de algo que se parece a los libros. Es eso lo que me hizo escritor: vivir a medio ca¬mino de sus mitos y de mi realidad de informe para asis¬tente social; es eso lo que me llevó a sus libros, no el inte¬rés por leerlos sino la necesidad de abrigarme en ellos para pasar el frío de una adolescencia de culposo niño hijo de marxistas cristianos. Me hice escritor para tener un lugar en su reino, abuela, para saber que justamente ese papel me impedía pasar del todo el umbral de su puerta.
¿Quiso librarme de un destino atroz, de la duda y la traición permanente, de chocar y chocar contra la mis¬ma piedra? ¿Se arrepintió de haberme elegido un destino que me quedaba grande o me entrenaba para hacerlo me¬jor, contándome todo, pidiéndome más? Esa es mi duda, ese mi dilema ahora. No sé cómo separar de sus consejos la parte de lucidez y la parte de miedo. Veo esa contradicción en el centro de todo lo que usted fue para mí. La más va¬liente pero no del todo valiente. Una mujer que detestaba las convenciones, pero que las obedecía finalmente todas. Usted, abuelita, la rebelde que era demasiado inteligente para rebelarse contra nada, porque sabía que las reglas no eran gratuitas ni absurdas y que los castigos dolían de ver¬dad. Mal podía entender usted la cuota de engaño, de ilu¬sión, de mentira que los escritores necesitan llevar consigo para después desmentirse, desilusionarse, desengañarse.
Hubiese querido ser como ella un lector puro, que no se mancha con intentos, que no se vende al halago falso de los ilusos que escriben. Pero en su desprecio profundo por los escritores estaba instalado el núcleo mismo de nuestra diferencia. Mi abuela era, yo quería ser. Mi abuela leía, yo escribía.
Todo, pues, nos llevaba a ser aliados al principio; todo nos llevaba, a la larga, a oponernos. No puedo dejar de pen¬sar que este libro que escribo ahora es el fruto de esa opo¬sición. Una batalla es lo que escribo, una declaración de amor, es decir una declaración de guerra.
Revista Anfibia