Américo Balbuena es una persona macanuda, de esas que sonríen mucho. Siempre de jean, remera, morral y grabador en mano. Para muchos de los integrantes de la Agencia Walsh era un tipo querible, entrador. Algunos pensaban que era “medio boludo”, otros lo miraban con desconfianza: aún hoy son pocos los que pueden creer que hayan vivido con un infiltrado. La cronista Ana Soffietto se obsesionó y hace meses que sigue la huella de Américo Balbuena para reconstruir la historia de este espía de cotillón.
Al taller de operación técnica de la radio La Tribu, Américo Balbuena siempre llegaba antes y se iba después. Participaba mucho. Hablaba con todos. Quería saber quiénes eran los dueños de la radio, cómo se tomaban las decisiones, dónde estaba la antena, cómo se financiaban.
La mayoría de los corresponsables populares que la radio tenía en diciembre de 2001 eran militantes de alguna organización social o estudiantes de comunicación de la universidad pública. Veinteañeros progres de clase media. Balbuena tenía cuarenta y cuatro años y no militaba. Se distinguía hasta en la manera de vestir: buzo azul de adidas con capucha, zapatillas blancas grandotas y jeans clásicos, de esos que usan los señores mayores.
Una de las reuniones de la red de corresponsales la hicieron en la terraza de una de las chicas del grupo. Era marzo y todavía hacía calor. Américo fue. A los coordinadores de la radio les parecía raro. Le preguntaron por qué estaba ahí, de dónde venía. Américo dijo algo así como que venía por su cuenta, que lo había movilizado el momento que atravesaba el país.
Una vez, en chiste, alguien le preguntó: “¿Vos no serás un espía?”.
Un tiempo más tarde, dejó de ir a la radio.
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El 22 de enero de 2009, los miembros del MTR CUBA quisieron tomar por sorpresa la casa de la provincia de Chaco. Dos días antes, en Resistencia, la policía había reprimido a trabajadores desocupados que se manifestaban en la casa de gobierno provincial. En repudio, se concentraron en la esquina del Congreso y desde allí avanzaron por un carril de la avenida Callao.
Cuando llegaron, la policía ya estaba ahí. Hubo catorce heridos y varios detenidos.
Era 2007 o 2008, el dirigente Oscar Kuperman no lo recuerda con exactitud. El MTR CUBA había diseñado un volante para repartir en un corte de Avenida de Mayo que habían organizado para manifestarse en contra de la criminalización de la protesta. Kuperman, el encargado de mandarlo a imprimir, se había quedado sin plata así que no pudo hacerlo.
Kuperman tiene una veintena de causas abiertas. En una de ellas, como prueba, el fiscal le mostró impreso uno de esos volantes que nunca había existido. Días después, alguien recordó que uno de los bocetos había sido mandado por mail: para que la militancia se enterara.
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Rodolfo Grinberg y Américo Balbuena no eran amigos en la primaria, pero se conocían porque iban al mismo grado: uno al A y otro al B. Como vivían a pocas cuadras de distancia, todos los días de la semana volvían caminando juntos por la calle Belgrano, la de la escuela. Por ese entonces, Américo vivía con su mamá. Su papá había fallecido años atrás.
Tampoco se hicieron amigos cuando se reencontraron en la escuela de periodismo de San Martín, la Santo Tomás de Aquino, a fines de los noventa. Américo llegaba en una Harley Davidson de colección. Cuarenta años, soltero, se paraba en la puerta y, canchero, charlaba con las chicas que también estudiaban ahí.
Cuando terminaron de cursar dejaron de verse, aunque esta vez sería diferente. Era diciembre de 2001. Militante desde la adolescencia, Rodolfo salió a la calle y en más de una manifestación se encontró con Américo, quien al margen de declararse peronista, nunca había manifestado ningún interés en particular por la política. A Rodolfo no le sorprendió encontrarse con él; la crisis convirtió a montones.
En una de esas ocasiones, ya a comienzos de 2002, Américo le contó que había estado participando en FM La Tribu, pero que ya lo había dejado porque había mucho quilombo, se peleaban todos. Con un grupo de compañeros, Rodolfo había fundado una agencia de noticias alternativa apenas terminó en la escuela de periodismo.
Rodolfo no recuerda si fue él mismo el que lo invitó o si Américo le preguntó si se podía sumar. Lo cierto es que al poco tiempo, Américo ya formaba parte del equipo de la Rodolfo Walsh: una agencia de noticias alternativa que centraba su agenda en historias de piqueteros, estudiantes, fábricas tomadas, casos de gatillo fácil y todas aquellas noticias que los grandes medios no suelen cubrir.
En la agencia todos coincidían en que era medio boludo. Rodolfo nunca estuvo de acuerdo con esa apreciación.
Era común que ellos se juntaran a comer con sus esposas. A veces afuera, a veces en lo de Rodolfo. Se llevaban bien juntos. A menudo Américo le contaba a Rodolfo los problemas que tenía con sus hijastras.
Casi trece años después, Américo traicionará a Rodolfo y a muchas otras personas más. Aunque eso es algo que, hoy, todavía nadie puede creer.
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No es fácil encontrar producciones periodísticas viejas de Américo Balbuena. En realidad, de ningún miembro de la Walsh. Hace algunos años, no pudieron pagar más el hosting y les cerraron el sitio web de un día para el otro. Como apenas tenían copia de la información de los últimos meses, perdieron muchas cosas. Sin avisarle a nadie, Américo se contactó con la empresa y pagó un año entero por adelantado. Lo hizo como un regalo. Fueron cerca de 500 pesos, mucho más de lo que solía poner cualquier miembro de la agencia para sostener el proyecto.
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A todos les contaba que su trabajo era hacer los corretajes de la empresa maderera de su hermana. Tenía horarios libres, flexibles. Así que siempre estaba en las marchas, cortes, conferencias de prensa que convocaban los padres de Cromañón, la FUBA, los metrodelegados, La Alameda, y otras tantas, muchas, organizaciones más. Para aprovechar y hacer publicidad, sus compañeros le decían, en chiste, que le iban a tatuar el logo de la agencia en la pelada. No importaba la hora, él se las arreglaba y estaba.
—¿Y qué van a hacer? —preguntaba una y otra vez.
Y una y otra vez, le contaban sus planes.
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—Américo, estoy arreglando mi casa. ¿No me podés conseguir un poco de machimbre de una pulgada?
—No, es que lo que pasa es que nosotros nos manejamos a granel. La verdad que no, no, y además yo a la madera ni la veo.
—Américo, ¿nos pasás el audio de la entrevista que grabaste en la marcha de ayer?
—Sí, bueno, el problema es que mi grabador es de Sony y te graba en un formato que es de Sony y hay que convertirlo primero. Además los audios son muchos, no los puedo mandar por mail, los tengo que cortar, porque son muy pesados, ¿cómo hago? Con la máquina yo no me entiendo, le tengo que pedir a mi mujer.
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Américo Balbuena es una persona macanuda, de esas que sonríen mucho. Su cara es fácil de recordar: pálida, cachetes levemente rosados, ojos negros grandes, cejas gruesas, oscuras. Se rapa hasta dejarse pelado. Nunca un pelo crecido, desprolijo. Siempre de jean, remera, morral y grabador en mano. Para muchos es un tipo querible, entrador. Todos se hacían amigos de él enseguida.
Cuando en 2008 armó el programa de radio No tan clandestinas con Belén López y Maximiliano Bustos, también de la agencia, él era el movilero. Pero no era solo por su disponibilidad. Rodolfo Grinberg recuerda que cuando estudiaban periodismo, uno de sus profesores dijo que Américo jamás iba a ser cronista porque él tenía sangre de reportero. Era un perro de presa. A pesar de que fue mejorando su escritura, todos los que lo conocen están de acuerdo en que era malo escribiendo, pero para preguntar, era el mejor.
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La primera vez que lo busqué fue un domingo. Fui a la casa de su infancia, esa en la que vivía con su mamá, y donde lo encontraron cuando la allanaron a fines de mayo de 2013. Su viejo celular ya no suena y tampoco esperaba que me contestara el mail que le había mandado.
Lloviznaba cada vez más fuerte y yo no tenía paraguas. No me acordaba de que la zona que rodea la plaza de San Martín era todo negocios. No había nada abierto, no había nadie en la calle. Toqué timbre y nada. Desde la esquina, dos hombres me miraban.
La siguiente fue un día de semana, apenas pasadas las siete de la tarde. Ya estaba anocheciendo, pero esta vez había gente. Muchos buscaban las paradas de colectivos para volverse a sus casas. Tampoco lo encontré. Esperé un rato, le dejé una nota por debajo de la puerta y me fui. Esa noche visité a mis padres. Como no les había avisado que iba, salimos a comprar algo para cenar. Mi madre, que a duras penas cierra la puerta de entrada de su casa y que tampoco sabía de dónde venía yo, me dijo cuando volvíamos:
—¿Vos viste a los tipos esos que nos miraban?
Llamé y volví varias veces más, en días y horarios diferentes. Le di mi número de teléfono a su abogado para que Américo me llamara. Nada.
Los que sí conocen a Américo porque están desde hace añares en el barrio son los de la ferretería de la cuadra: un matrimonio de unos 65 años quizá. Ellos vieron cuando llegó la policía para hacer el allanamiento y lo recuerdan con indignación. Sentada detrás del mostrador, la mujer de pelo lacio y canoso, piel muy arrugada y labios muy rosas, deja el diario que estaba leyendo y explica con cierto desdén que Américo siempre fue una persona muy trabajadora. Quizá con horarios más raros, pero porque era periodista, y que además, cuidaba mucho a su madre hasta que ella murió.
—Es mentira. Acá todos en el barrio pensamos que es mentira. Es un perejil. Si lo ves, decile que nosotros lo defendimos.
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“Yo no sabía si le faltaba un jugador o qué”, dice Oscar Castelnovo, otro de los miembros de la agencia. Es grandote y efusivo. Su bigote blanco se mueve mucho cuando putea a Balbuena. Se enoja cuando el café se le enfría después de repetir una y otra vez que Américo era un boludo, que nunca entendía nada, que todo había que explicárselo cuatro veces, que no escribía bien, que era un cero a la izquierda en política, que sus comentarios eran pobres, sin identidad, sin voltaje, sin sal ni pimienta. Lo detesta desde el primer día que lo vio.
Lo que más odiaba Castelnovo era su sonrisa complaciente. Todos los lunes, Américo publicaba la agenda de actividades de la agencia. El mediodía era el horario de cierre para el envío de gacetillas. Exigía que la información fuera clara, precisa, completa. Era metódico. Llevaba registro de toda la información que conseguía. Todos los que lo conocen lo tenían como un tipo estructurado. Uno de esos lunes, hace dos o tres años, incluyó en la agenda la invitación a una misa convocada por Familiares de Muertos por la Subversión (FAMUS).
—¿Loco, pero por qué carajo publicaste esto? —le gritó Castelnovo.
—Bueno, che, estamos en democracia. Que la gente elija.
Castelnovo se sacó los anteojos y siguió gritando, más fuerte.
Lo frenaron sus compañeros.
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No era nada frecuente que los miembros de la Walsh se juntaran fuera de las asambleas. Quizá por eso, cuando la hija más chica de Rodolfo cumplió quince, él pensó que era una buena ocasión para invitarlos al asado que iba a hacer en el fondo de su casa de San Martín.
Américo fue el primero del grupo en llegar. Sin que nadie se lo pidiera, se fue para la parrilla y encendió el carbón. Rodolfo y buena parte de los invitados le agradecieron en silencio. Uno a uno, se sentaron en la mesa para destapar las botellas de vino que habían llevado. Probablemente en el vaso de Américo había coca, o agua. Es seguro que alcohol, no. Quizás, como decía, porque no le gustaba. Quizás, también, porque lo que para el resto era un encuentro entre amigos, se sabe ahora, para él podrían ser horas de trabajo.
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El lunes de la noticia, Rodolfo recibió a Balbuena en su casa, como tantas otras veces. Sus hijas no estaban y su mujer esperaba en una habitación contigua a donde estaban ellos dos para escuchar la conversación. Rodolfo escondió un grabador entre la ropa.
—Mirá Américo, acá hay un tema grave, nos llegó una información de una muy buena fuente de que vos sos policía, que sos jefe de la sección reunión de datos, división análisis, de la federal. Que sos de inteligencia.
Como si sólo le hubieran preguntado si quería tomar algo o si afuera estaba nublado, Balbuena dijo que no, que era mentira. Y empezó a hacer lo que mejor sabía, preguntar.
—¿Quién te dijo eso? ¿Qué es lo que hice yo?
—Vos sabés lo que hiciste, Américo. ¿Estuviste espiando o no?
—Es mentira, ¿quién les dijo eso?
—Mirá negro, esto lo vamos a tener que hacer público nosotros. Averiguá quién te está ensuciando porque si te están ensuciando por algún motivo lo estarán haciendo. Vos sos periodista, averiguá bien y limpiate.
Él no dijo nada.
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La fachada de la casa de Balbuena está llena de grafitis, pero las rejas que cubren la puerta y las ventanas parecen recién pintadas. Solo al entrar es posible advertir que hace mucho tiempo nadie vive allí. Habitaciones casi vacías, algunos muebles viejos y papeles desperdigados es lo que encontró la gendarmería cuando Américo Balbuena, sin resistirse, les abrió la puerta el día del allanamiento que había ordenado el juez federal Sergio Torres. Entre otras cosas, allí estaban su carnet del instituto Santo Tomás de Aquino, seguros y papeles de varias motos y autos que tuvo, otro carnet de radioaficionado, su certificado de bautismo y diez cupones blancos del Tiro Federal de San Martín.
En la sede central de la Policía Federal donde Balbuena trabajaba hay escritorios de oficina y computadoras viejas, todo despersonalizado, neutro, bien art buró. Los peritos que allanaron estas dependencias detectaron que, a principios de mayo de 2013 cuando la hoja con el nombre de Balbuena salió del Ministerio de Seguridad, algunos registros habían sido borrados. Las pericias informáticas para recuperar el contenido de los informes de Balbuena aún no se realizaron. Según explicó la abogada de la causa, Miryam Bregman, el Consejo de la Magistratura todavía no aprobó la compra de los materiales necesarios para realizarlas. “Es un problema grave. En este caso el juez Torres mandó a preservar los equipos, pero todo el riesgo de quién lo preserva es complicado”, acusó la abogada.
Los amigos de Américo Balbuena indicaron en los tribunales de Comodoro Py algo que siempre les llamó la atención, pero que hoy les resulta más que verosímil. Como si de golpe, todo encajara. ¿Cómo no haberlo visto antes? El delegado de la línea B del subte y miembro del PTS, Claudio Dellecarbonara, relató cómo Américo Balbuena se pasaba horas y horas con ellos, cómo preguntaba no solo por la huelga sino por los conflictos entre los delegados y entre los sindicatos. Lo que antes apenas era raro, hoy es atribuido a su identidad secreta. Rodolfo Grinberg y Oscar Castelnovo fueron los primeros en dar testimonio de la traición. Oscar Kuperman, Enrique Fukman -miembro de la Asociación de exdetenidos desaparecidos-, Vilma Ripoll -dirigente del MST-Nueva izquierda-, Christian Castillo y Marcelo Saín también declararon.
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Aunque la mayoría de los espías cambian sus nombres por otros que en general mantienen sus iniciales originales, Américo Alejandro Balbuena se llama Américo Alejandro Balbuena. “Una persona locuaz, colaboradora”, según indica su legajo personal en los registros de la Policía Federal Argentina.
Eso le permitió que su compañero de la primaria, ese con el que se volvía todos los días de la escuela, no desconfiara jamás de él. Y que el resto de los periodistas de la agencia tampoco lo hiciera. Por eso cuando la mujer que recibió el dato que señalaba a Balbuena como oficial mayor de inteligencia de la Policía Federal se reunió con Rodolfo Grinberg y Oscar Castelnovo, no sabía cómo, con qué palabras, explicar que era cierto, que sí, que ya estaba chequeado en el interior mismo del Ministerio de Seguridad.
—¿Pero vos estás segura? No puede ser.
Rodolfo Grinberg tuvo la mala suerte de conocer a Balbuena cuando ambos era apenas unos niños. Al igual que sus compañeros de la agencia, hoy piensa que Américo aprovechó eso. Pasaron años, muchos, en que solo intercambiaban unos amables “hola, ¿qué tal?” hasta que se hicieron amigos, justo luego de que explotara la crisis de 2001, justo cuando la agencia Walsh se convirtió en un referente informativo. Una amistad que hoy, creen, Américo construyó por conveniencia. “El mensaje que esto da es que te puedo meter a alguien de tu propio entorno para infiltrarlos a ustedes y al conjunto de organizaciones sociales, que es lo que buscaba Balbuena. La sensación de desamparo y vulnerabilidad que da es terrible”, explica Myriam Bregman, una de las abogadas de la causa.
Desde la agencia, Balbuena no solo logró vincularse con los miembros de la Walsh, sino que pudo acceder a todos los movimientos estudiantiles, gremiales, de derechos humanos, políticos, piqueteros que se comunican a través de la agencia. Es por eso que la denuncia penal contra Américo Balbuena lleva el nombre de todos ellos, en el Encuentro, Memoria, Verdad y Justicia (EMJV).
Se lo acusa de infiltrarse en organizaciones sociales, algo que viola la ley de inteligencia nacional. Por eso, Balbuena está en disponibilidad preventiva y aún cobra una parte de su sueldo. Como todavía no declaró, no está imputado. La causa, aún, no tiene carátula.
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Era principios de febrero de 1958, los últimos días de la autoproclamada Revolución Libertadora. Con el peronismo proscripto, la tensión institucional impregnaba el clima de época. Entonces se creó el Cuerpo de Informaciones de la Federal, un sencillo eufemismo para nombrar a los nuevos agentes secretos. Cincuenta años después, cerca de mil espías alimentan “la logia” desde el fondo más oculto de la Policía Federal. Discernir quiénes son hoy, qué hacen y cómo se mueven es una trama difícil de rastrear.
Pero cada tanto las traiciones y filtraciones suceden. Algo así le pasó hacia fines de 2009 a Marcelo Saín, diputado de la provincia de Buenos Aires y ex interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, cuando recibió un sobre anónimo con información detallada sobre el Cuerpo al que pertenece Américo Balbuena. Según pudo deducir tras analizar el presupuesto de inteligencia de la Policía Federal, hoy existirían en actividad mil Balbuenas.
Los agentes de la federal no son espías cualquiera. Aunque la ley nacional de inteligencia prohíbe el espionaje político y deroga toda norma anterior que la contradiga, ellos gritan vade retro y levantan sus sagradas escrituras: la polémica Ley Orgánica del Cuerpo de Informaciones.
Gracias al decreto 2322/67 que lo reglamenta, Balbuena y el resto de los espías de la Federal tienen el superpoder de trabajar tanto en la administración pública como en el sector privado sin que eso signifique ningún tipo de incompatibilidad. Los plumas –una de las tantas maneras con que los llaman en la jerga- dirán que es pura fachada, cobertura que les sirve para hacer inteligencia criminal, todo legal. Que Balbuena era “periodista freelance” lo admiten sin ambages en el expediente de la causa. Saín, en cambio, dirá en su declaración testimonial que este sugestivo superpoder es lo que les permite justificar el espionaje interior.
Aun así, quizá lo más llamativo es que el decreto ley original de la Orgánica -2075/58- especifica algunas excepciones a este singular derecho de los agentes secretos. Entre ellas, sin ir más lejos, los espías tienen prohibido trabajar en “agencias informativas”.
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Cuando en el Ministerio de Seguridad revisaron la nómina del Cuerpo de Informaciones encontraron que buena parte de ellos eran hijos de la cúpula policial, acomodados. “Acá no labura nadie”, pensó alguno. No encontraron un patrón en sus “coberturas”. Algo que indique alguna posible estrategia de espionaje en medios, menos. Además, todos coinciden en que el Cuerpo de Informaciones, hoy bajo el nombre de Dirección de Inteligencia Criminal, no parece ser particularmente eficiente. Suele ocurrir, por ejemplo, que información confidencial salga del Cuerpo sin muchos recaudos.
Pero no pudieron acceder al trabajo de Balbuena: qué hacía, a quién espiaba. La respuesta de la Federal fue clara y concisa: el agente realizaba tareas de seguimiento de prensa. Su participación en la Walsh quizá hasta era solo vocación, lo defendieron.
Aunque los que conocieron el caso desde adentro del Ministerio creen que solo quedarían los restos frustrados de un sueño ya demasiado añejo, una “sobrevalorada capacidad de inteligencia”, hay todavía cierta duda sobre lo que ocurrió en el 2001, cuando los estallidos se multiplicaban en cada esquina en forma casi imprevisible, en el medio de la bronca y el caos. Dicen que es más que probable que a Balbuena le hayan ordenado infiltrarse en medios alternativos. “Cuesta creer que si estaba en la Walsh, la Policía Federal no haya usado esa información”, señaló alguno.
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Américo Balbuena fue traicionado. Nadie sabe con certeza qué es lo que ocurrió para que un listado de nombres del Cuerpo de Inteligencia de la Policía Federal se filtrara hasta caer en manos de la Walsh. La hipótesis compartida por algunos de los afectados es que un grupo de policías opositores a la entonces gestión de Nilda Garré como ministra de seguridad de la Nación hizo público el dato. De acuerdo a la fuente que recibió la filtración, lo más probable es que la cabeza de Balbuena haya sido el resultado de una interna policial contra el jefe del agente secreto.
Nilda Garré fue separada de su cargo días después de que la noticia se hiciera pública. Una de sus últimas tareas fue ordenar el pase a disponibilidad preventiva de Américo Balbuena y el inicio de un sumario administrativo. En vez de abrirse una investigación sobre las actividades del agente, las fuerzas dispusieron allí toda la información referida a la denuncia del EMJV y sus apariciones mediáticas. Mientras avanza la causa, Balbuena todavía cobra una parte de su salario.
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Aunque sus compañeros trataron de evitarlo, Rodolfo no quiso esperar hasta que el Negro Soares, abogado y compañero de la Walsh, les confirmara el dato que preferían falso.
No lo podía creer. El nombre de su amigo figuraba en el registro de agentes de inteligencia de la Policía Federal. Américo Alejandro Balbuena no podía ser un servicio. Era su amigo. No podía ser. Cuando le contó a su mujer, ella lloró. No podía ser. El pelado no podía ser.
Todavía no terminaba de creerlo cuando recibió el llamado de Balbuena.
—Quiero dejar la agencia. Se me está complicando con el tiempo — le dijo.
—La puta madre, pero este pedazo de boludo no puede ser jefe de una división —fue lo único que pudo decir Castelnovo cuando le mostraron la hoja con la verdadera identidad de Balbuena.
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Américo corre entre gases lacrimógenos. La policía reprime y la gente intenta escapar, desesperada. Sirenas, gritos y puteadas compiten en el aire. Hay detenidos. Es 2005 y miles de personas se manifiestan contra la presencia del expresidente estadounidense George Bush en Mar del Plata.
Pero en aquel entonces, para sus compañeros solo era Américo, su amigo Américo.
Fuente: Revista Anfibia