
Por María Luisa Lelli. La miniserie británica sobresale por su calidad narrativa a la hora de exponer un drama despiadado. Una historia actual que no puede ser desatendida.
Cuando un operativo policial irrumpe en una vivienda habitada por una familia, el orden de las cosas se altera de forma abrupta. Cuando el hijo de 13 años es arrestado por el presunto asesinato de una compañera de escuela, no hay modo de sostener la rutina ni las costumbres de la cotidianeidad. Cuando todas las evidencias apuntan a la culpabilidad del menor, el mundo de los adultos, el sistema escolar y todas las instituciones rectoras de la vida social (incluida la digitalización de las relaciones) se descalabran. O más bien, exhiben sus incompetencias y sus falencias. Son estas algunas de las líneas argumentales de “Adolescencia” (Adolescence, Reino Unidos, 2025, Netflix), la serie compuesta por cuatro episodios, cada uno de ellos filmado en un notable plano secuencia.
Que cada capítulo no sea otra cosa que una escena de unos 45 o 50 minutos ininterrumpidos por ningún tipo de edición es mucho más que una virtud de parte de la dirección (a cargo de Philip Barantini). En verdad, es la forma a partir de la cual el relato refuerza el carácter de cada uno de los personajes y las vicisitudes que debe afrontar en tiempo real y en determinados ámbitos (la estación policial, la escuela, el encuentro terapéutico y el hogar). Al mismo tiempo, las cuatro secuencias se elevan a un superlativo nivel cinematográfico.
Como ya es sabido, la trama tiene como protagonista central a Jamie Miller (Owen Cooper realiza un enorme debut actoral), un adolescente inmerso en un caso policial en una pequeña localidad británica. Si bien la intriga narrativa podría ajustarse al género del thriller psicológico y cargarse unos cuantos acertijos o verdades ocultas, el único misterio que resta por resolver es saber por qué Jamie apuñaló a la compañera de colegio; es decir, por qué un chico de 13 años se convirtió en un criminal, en un femicida. Para ello, es el detective quien procura descifrar los códigos internos de la escuela. O dicho de otra forma, observa las reglas que atraviesan las subjetividades de los y las jóvenes que forman parte de la comunidad escolar, en consonancia con una serie de pautas provenientes de las redes sociales y vinculadas con el movimiento incel (un tema que amerita un profundo análisis socio cultural sobre los nuevos mandatos y patrones que interpelan a los y las adolescentes). Y aunque el esfuerzo del agente policial se concentre en hallar una causa, lo único que puede identificar es el nivel de conflictividad entre los distintos grupos en los que se divide el alumnado y una violencia (un bullying constante, entre otras cosas) que supera y desborda a docentes y autoridades escolares. Hasta aquí, los factores del caso podrían ser objeto del estudio sociológico con suma pertinencia.
Ahora bien, es el tercer capítulo el que expone y desnuda la fractura emocional con la que carga Jamie, lo cual no lo exime de su culpabilidad ni le garantiza inocencia. En el momento en que la psicóloga Briony Ariston (enorme interpretación de Erin Doherty) se sienta frente a él “para tratar de comprender” la capacidad comprensiva del muchacho, se desata una interlocución en la que uno y otra no se dan respiro, al punto de la insurgencia y la fragilidad absoluta. Es así como el drama se consuma para brindar todas las explicaciones posibles. Y aunque la expectativa se ubique en conservar un atisbo de esperanza que libere a Jamie, ya no hay margen para esa eventualidad.
Por último y mientras se acortan los plazos para el juicio, el padre de Jamie (Stephen Graham no sólo se luce como actor, sino también como mentor de la serie) se bambolea entre el sostenimiento de su familia (su esposa y madre de Jamie y su otra hija), la pena, el dolor y la culpa. Él también busca una explicación en el trato que le brindó a su hijo, en todo aquello que le ofrendó, en el acompañamiento que le supo dar y en la autocompasión. Sin embargo, la realidad es tan irrefutable como cruel: su hijo asesinó a una chica y él, como padre, no pudo hacer nada para evitarlo. Ni siquiera lo pudo advertir o anticipar. Semejante desgracia lo empuja a un llanto desgarrador, un llanto de duelo.
A todas luces, “Adolescencia” no es una serie abocada a mostrar los desencantos amorosos, las frustraciones y el peligro de los consumos problemáticos que suelen ser las temáticas más frecuentes, representadas por la industria cultural, en relación con el pase de la infancia a la juventud. Por el contrario, esta producción británica es un grito desesperado en la cara de las y los adultos, es un exabrupto lanzado a todo cuanto circula por las redes sociales de forma codificada y subrepticiamente y es un tajante llamado de atención sobre la violencia que, en principio, requiere de asumir que no siempre padres, madres y docentes saben ni pueden percibir la angustia adolescente. Claro está que no será la baja de imputabilidad lo que resuelva la desdicha y el odio incrustado en una sociedad, por si hace falta aclararlo.
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